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lunes, 13 de noviembre de 2017

Hiperactividad/trastorno del apego - Autismo/trastorno del apego

Sabemos por la literatura científica que el maltrato activo (pegar, castigar físicamente, utilizar la violencia hacia otros delante de los niños, la hostilidad, la agresividad, las amenazas, las torturas, los insultos, vejaciones…) tiene potencial para dañar el sistema nervioso de los bebés y los niños. Este sistema nervioso está en desarrollo y contribuye junto con las pautas de crianza respetuosas, sintónicas con la emoción, empáticas y sensibles a la creación de una mente organizada, lo cual equivale a un sano equilibrio psicológico donde el niño evolutivamente despliega sus capacidades (conocer sus emociones, expresarlas, regularlas, reflexionar sobre su mente y la de los otros…)

Una relación de apego en la que ha predominado el maltrato activo probablemente conllevará fallos en el sistema regulatorio emocional del niño. Este posiblemente ha seleccionado como respuesta de supervivencia la hiperactivación, dependiente del sistema nervioso simpático, responsable de las respuestas de lucha, huida, aceleración (rabia, miedo, ansiedad…) Son niños que cuando son protegidos expresan muchas reacciones de este tipo, de hiperactivación, ante estímulos que evocan la traumática relación con el adulto que les maltrató; o bien como no regulan todo su sistema bioconductual, están en permanente estado de inquietud, de movimiento, de alerta (el sistema de alerta natural del organismo quedó sin apagarse porque fue vital para ellos estar atentos a las amenazas) Tienen, además, muchos problemas para centrar la atención en los estímulos que se requieren, la intolerancia a la frustración es acusada y la hostilidad puede aparecer en ellos, si perciben que les pueden dañar. “Es como un instinto que tengo. Estoy aprendiendo a controlarlo, pero si me siento amenazado de una manera muy intensa y fuerte, entonces es cuando como un resorte salto y ya no puedo parar” Este es el resumen de un niño de 12 años y de su respuesta hiperactivada ante lo que él percibe en el presente como amenaza. Fue severamente maltratado en un orfanato durante muchos años por sus educadores, y con anterioridad por sus padres y por personas en las calles de la ciudad donde nació.

En estos casos, es el acelerador lo que se ha quedado atascado, enganchado, y el niño está permanentemente como un coche que pone a mil las revoluciones del motor. Es tremendamente duro para ellos, sufren muchísimo porque el sistema nervioso se desgasta y queda funcionalmente desregulado. Si se encuentran con adultos que hacen una lectura puramente conductual (lo plantean como un asunto sólo de obediencia y acatamiento de normas y límites) estamos haciendo una práctica inadecuada y probablemente iatrogénica, pues estamos excluyendo el punto de vista historiográfico y ecosistémico como explicativo de estas reacciones (lo que el menor presenta es la manifestación de un trauma y no una cuestión de actitud) Hay un daño que no se está contemplando, con lo cual se le está privando de la posibilidad de ser empático con él y de aprender a regularse con adultos firmes pero sensibles. No es una cuestión de voluntad; es una cuestión psiconeurobiológica: el niño no puede reaccionar de otro modo hasta que sane y se restaure su equilibrio interno (orgánico y psíquico, ambos van de la mano), y necesita que le enseñemos desde el buen trato.

Estos niños suelen ser diagnosticados de hiperactividad. El profesional de la salud mental que evalúa desde criterios diagnósticos observa qué síndrome es el que predomina y suele emitir este diagnóstico porque el menor se muestra inatento, a menudo no puede esperar turno, no acaba a tiempo las tareas, muestra una hiperactividad de movimientos evidente en varios contextos, impaciencia, impulsividad, agresividad… El problema no es tanto el diagnóstico en sí (esto nos indica cómo está mostrando el sufrimiento el niño) sino qué hacemos con el diagnóstico y cómo nos lo explicamos. Dice sabiamente mi amigo psiquiatra y experto en neurodesarrollo Rafael Benito que “no mata la velocidad sino la bala” El problema no es que le asignemos una categoría diagnóstica sino lo que hagamos con ella y cómo la usemos. Si nos quedamos sólo con la categoría y la utilizamos como un fin en sí mismo, visión patográfica, entonces no servirá de mucho. Si somos capaces de darnos cuenta que el síndrome es reflejo de los efectos del maltrato en el niño o joven y que este maltrato forma parte del contiuum de respuesta al trauma (Ziegler, 2002) donde en un extremo está la hiperactivación y en otro la hipoactivación, entonces comprenderemos mejor ese síndrome y su sentido. Hecho de este modo, un diagnóstico de hiperactividad cobra todo su sentido. Pueden coexistir ambos, además: el diagnóstico de hiperactividad y el de trastorno del apego, no son incompatibles. Hay un estudio que asocia el Déficit de Atención con Hiperactividad al trauma.

Muchos niños que pendulan entre estados de hiperactivación e hipoactivación (con predominio en épocas de alguno de los dos) presentan desorganización temprana del apego cuyo síndrome hiperactivo es un síntoma más. Lo que realmente ocurre es que se desregularon como consecuencia de los malos tratos.




Todas las medidas psicoterapéuticas, educativas y médicas que se pongan en marcha para sanar al menor deben valorar el trauma del apego como factor explicativo de esa hiperactivación y el objetivo será el tratamiento psicológico y, en ocasiones, psicofarmacológico. Pero hay que empezar por proporcionar al menor un contexto protegido con una figura adulta que permanezca a su lado, dé continuidad a los cuidados y desarrolle una parentalidad o marentalidad terapéutica (reparadora)

No es negativo desde mi punto de vista que utilicemos las categorías diagnósticas, si las usamos bien. Ayudan a que los profesionales nos entendamos entre nosotros, a promover la investigación y a utilizar los tratamientos más adecuados para los menores dañados. Lo que sí pienso, junto con Rafael Benito, psiquiatra, quien nos enseña sobre todo este ámbito, es que, en el trasfondo, en el sustrato de muchas categorías diagnósticas relacionadas con la hiperactividad, el trastorno reactivo del apego, los trastornos bipolares, el trauma complejo… existe un problema regulatorio. Y que los sistemas clasificatorios diagnósticos deben ser utilizados dentro de una óptica historiográfica y no exclusivamente patográfica.

Dentro del otro lado del continuo de respuesta al trauma está la hipoactivación. Aquí nos encontramos con niños, en su extremo, casi aislados e incomunicados con los seres humanos. En este caso, el daño provino de la ausencia de una figura de apego en los primeros años de vida. No hubo nadie ahí, desgraciadamente para el niño. Y si lo hubo fue escasamente y de una manera funcional. Estamos hablando de abandono, otra forma pasiva de dañar la mente y el cerebro en desarrollo. Como expresa Rafael Benito, tiene que ver con el “no hacer nada” Cyrulnik se refiere como muerte psíquica al trauma que como consecuencia de la carencia afectiva prolongada se produce en el niño. Cuando el menor trató de conectarse, como buen humano, con su figura de apego, ésta no contestó, ni satisfizo sus necesidades emocionales, ni jugó, ni interactuó; y muchas veces no calmó el llanto y la angustia e incomodidades del bebé. En estos casos el sistema nervioso afectado es predominantemente el parasimpático o vagal, responsable de los estados, en su rama  ventral (el vago bueno), de un óptimo estado de activación y regulación; pero en su rama dorsal asociado con el apagamiento, el embotamiento y en los casos de carencia grave (orfanatos de muy baja calidad o padres permanentemente indisponibles), con la desconexión y la disociación. Son menores que también presentan un problema regulatorio, pero en otra esfera. Pueden ser diagnosticados de déficit de atención (sin hiperactividad) por la tendencia a la desconexión (como mecanismo adaptativo) cognitiva-emocional que aprendieron tempranamente para defenderse de la angustia que la sensación de vacío deja en sus cuerpos ante la ausencia de una figura de apego que se reclama. Sin dejar de lado la posibilidad de este diagnóstico, en mi opinión es interesante y necesario contemplar la disociación y el déficit de funcionamiento en el sistema nervioso vagal, así como la historia del menor, traumática, como hipótesis principal de este funcionamiento apagado, desconectado e incluso, a veces, disociado de uno mismo y por lo tanto del entorno.


Tal y como expone Rafael Benito, el sistema nervioso vagal actúa como el freno del coche, pues va reduciendo el funcionamiento del organismo. Encontrar ese equilibrio entre actividad simpática y vagal (entre aceleración y freno), entre hiperactivación/hipoactivación, es la misión principal de los cuidadores. Estos, cual embragues, en sincronía con el menor, lograrán (activando cuando es necesario con la risa, el juego, la excitación, el placer… y desactivando cuando hay que calmarse, relajarse, tranquilizarse, bajar la excitación…) enseñarle a encontrar ese estado óptimo de activación, a potenciar el vago bueno.

Hay menores que han estado expuestos a cuidadores de diversos tipos: unos que han maltratado y por lo tanto dañado el simpático en exceso, han acelerado al máximo al niño; y otros que han ignorado, dejado, descuidado y abandonado al menor cuando necesitaba conexión, afectividad, calma, juego… Es decir, han sido víctimas de abandono y maltrato. Tienen, como dice Pat Ogden (2016), defensas animales propias del sistema nervioso simpático (lucha, huida, bloqueo) y también del parasimpático o vagal (desconexión, embotamiento, disociación) Alternan entre la hiperactivación y la hipoactivación, por horas, a veces por días y otras veces, por periodos. Su sistema nervioso está funcionalmente dañado y lleva mucho tiempo, y mucho trabajo y recursos de todo tipo (educativos, psicoterapéuticos, farmacológicos…), con cuidadores formados y sensibilizados, ayudarles a regularse.

Hay por desgracia casos muy graves de menores que han sufrido abandono extremo. Criados en aislamiento, en condiciones físicas y psicológicas de severo abandono, donde sobrevivir es un milagro del ser humano y de su increíble capacidad. Hablo de niños a los que he acompañado (a ellos y a sus padres) en terapia provenientes de adopción internacional, donde tuvieron la desgracia de ser ingresados en orfanatos inhumanos. Algunos de estos chicos y chicas, además, habían sufrido un maltrato previo en forma de síndrome alcohólico fetal, con lo cual convergían todos los factores de riesgo para sufrir una alteración en el neurodesarrollo. Me estoy refiriendo a orfanatos donde un periodista escribió, sobrecogido, lo siguiente: Ese lúgubre silencio en los dormitorios de St. Catherine, donde los pequeños miraban al techo desde sus camitas callados como tumbas. “Ninguno de los niños lloraba -cuenta Nelson-. ¿Para qué? Nadie les iba a hacer caso”. (El Semanal. "Orfanatos. ¿Un daño irreparable?")

Estos niños cuando son adoptados, a los dos años o más, presentan unas características y síntomas muy parecidos a los del espectro autista. De hecho, cuando he leído los expedientes, los profesionales que les han tratado han optado por dicho diagnóstico, y a veces también por el retraso mental (cuando no son retrasados mentales, pueden presentar limitaciones cognitivas, pero no siempre retraso mental; es necesario esperar porque pueden evolucionar en esta área, a veces sorprendentemente)




Así como anteriormente un menor hiperactivado por el maltrato (en su contiuum de respuesta al trauma de apego respondía con hiperactivación simpática) recibía el diagnóstico más probable de déficit de atención con hiperactividad, en este caso los niños suelen recibir el diagnóstico de trastorno del espectro autista. Pero es posible que no lo sea y que estemos hablando de un trastorno reactivo del apego. O que coexistan ambos diagnósticos.

Las condiciones de extremo abandono pueden generar cuadros que se asemejan al autismo, pero no lo son. No se puede hacer un diagnóstico de autismo utilizando solo la visión patográfica. Si prescindimos de la historia de vida del individuo como contribuyente a generar patología, estamos obviando una parte muy importante del individuo, que está además imbricada en su ser, que contribuye a explicar, junto con las predisposiciones genéticas, sus conductas, emociones, síntomas… actuales. No se puede excluir en un diagnóstico condiciones de crianza tan extremas y dañinas para el ser humano como las de un orfanato de pésima calidad. Porque podríamos estar más cerca del trastorno del apego que del espectro autista. O contemplar la alteración en el apego como explicativa de las características autísticas. Este es el problema de utilizar categóricamente los sistemas clasificatorios.

Fuente: Psicología y mente: "Harry Harlow con sus experimentos con monos (experimentos desde luego, éticamente reprobables porque se está dañando a seres vivos) demostró el daño que provoca la crianza en aislamiento Lo hizo recluyendo a crías de esta especie animal en espacios cerrados, manteniéndolas aisladas de cualquier tipo de estímulo social o, en general, sensorial. 

En estas jaulas de aislamiento solo había un bebedero, un comedero, que era una deconstrucción total del concepto de "madre" según conductistas y freudianos. Además, en este espacio se había incorporado un espejo gracias al cual se podía ver lo que hacía el mono macaco, pero este no podía ver a sus observadores. Algunos de estos monos permanecieron en este aislamiento sensorial durante un mes, mientras que otros se quedaron en su jaula durante varios meses; algunos, hasta un año.

Los monos expuestos a este tipo de experiencias ya presentaban evidentes alteraciones en su manera de comportarse después de haber pasado 30 días en la jaula, pero los que permanecieron un año completo quedaban en un estado de pasividad total (relacionada con la catatonia) e indiferencia hacia los demás del que no se recuperaban. La gran mayoría terminaron desarrollando problemas de sociabilidad y apego al llegar a la etapa adulta, no se interesaban en encontrar pareja o tener descendencia, algunos ni siquiera comían y terminaron muriendo".




Así de dramático. Remueve emocionalmente leerlo. Por eso cuando nos encontramos con niños que han sido criados en aislamiento, lo primero que debemos hacer es honrarles y admirarles.

Estos menores presentan un trastorno reactivo del apego, subtipo retracción emocional Inés Di Bártolo (2016) lo explica en su libro “El apego. Cómo nuestros vínculos nos hacen quiénes somos” En el caso del maltrato hubo alguien ahí, pero la relación fue severamente perturbada. Pero hubo alguien. Con quien aprendí a vincularme paradójicamente: ora me quiero aproximar ora me quiero alejar. Porque se activa mi necesidad de apegarme para sobrevivir, pero como estoy en el contexto de una relación de maltrato, se activa mi modelo operativo interno que contiene el pavor y la desorganización, donde se registró lo terrorífico que es este cuidador, y entonces me alejo. O si pueden, agreden. Recuerdo una vez que un niño de ¡9 años! me contaba con bastante frialdad, pero a la vez con una sensación de orgullo, que el día que empujó a su padre y cayó al suelo y se golpeó quedando inconsciente, defendiendo así a su madre y hermanos, se sintió poderoso. Historias tristes que nos hielan la sangre en las venas.

Como decimos, en el caso del abandono más atroz, no hubo nadie ahí. No se ha podido interiorizar a una figura de apego porque estuvo ausente. Los niños no sólo necesitan cuidados sino una figura preferente que permanezca. Al no haber nadie ahí se produce una respuesta que Bowlby ya describió hace años: primero, sobreviene la protesta. Después, la fase de depresión: el niño sabe que nadie vendrá (como dice el periodista del artículo) Y finalmente, para sobrevivir, el menor desarrolla el desapego: la retracción. No ha habido posibilidad de formar un apego, ni siquiera inseguro.

Ines Di Bártolo (2016) refiere en su libro que estos menores presentan como características:

Niños que no buscan consuelo, aunque estén visiblemente perturbados.
Resulta muy difícil calmarlos.
Interés y relación social está reducido.
Embotamiento afectivo, intentan no responder a los intercambios sociales
Problemas de regulación emocional.
Muy replegados, pero rechazan contacto y el consuelo cuando alterados.
Al ser adoptados, los síntomas suelen atenuarse, pero los síntomas persisten y les cuesta abrirse y regularse emocionalmente.

La regulación emocional puede que esté afectada tanto en la esfera de la hiperactivación como de la hipoactivación. Son niños que presentan muchas dificultades para socializarse, problemas con la mentalización del otro, con un interés mucho mayor en objetos que en personas, las dificultades para regularse son grandes porque no perciben en el contacto humano una forma de consuelo. No hay interiorizada la experiencia de apego y de gozar con el otro en el intercambio afectivo y lúdico. Son tremendamente funcionales, supervivenciales, con defensas animales instaladas porque se criaron en entornos totalmente reptilianos.

El trastorno pueden sufrirlo tanto los niños que han sido abandonados gravemente como los que por ausencia de la permanencia de un cuidador no han podido fijar un apego con ningún adulto.

Desde el punto de vista de la salud física, pueden presentar problemas de crecimiento, desnutrición u otras alteraciones.

Para diagnosticarlo, se requiere de una valoración realizada multidisciplinarmente (psiquiatras y psicólogos clínicos especializados en el ámbito) Al mismo tiempo, otros problemas de desarrollo pueden darse, como limitaciones cognitivas, déficit de integración sensorial u otras patologías. Pero en el trasfondo está el trastorno de los trastornos: el del apego. Es importante observar la evolución de los niños cuando ingresan en los hogares con cuidados de calidad o llegan a las familias. Si los síntomas persisten, más allá del primer año, es necesaria una evaluación y tratar y atender al niño y su familia cuanto antes. Todo niño que provenga de situaciones prolongadas de maltrato o abandono graves en edades clave para la conformación del vínculo de apego y un óptimo neurodesarrollo, al llegar a la familia o centro requiere de una evaluación para detectar el trastorno cuanto antes. El menor puede tener síntomas, o características, pero no llegar al trastorno. Es necesario hacer un seguimiento para detectar a aquellos que desarrollan un trastorno, que es permanente, duradero y se va a manifestar en varios contextos. En mi experiencia, los casos tratados tempranamente evolucionan más satisfactoriamente que los detectados en la adolescencia.

Y tengamos muy presente, como afirma la Dra. Di Bártolo, que cuando en apego se habla de patología, esta es interpersonal, es decir, que se manifestará en la relación con el otro. No es algo intrapsíquico del niño, característico (de su carácter) sino algo interpersonal. Con lo cual el tratamiento es interpersonal y trataremos al “tercer paciente”: la relación, el vínculo. Los cuidadores tienen mucho que ver en el proceso de sanación del menor. Si no, corremos el riesgo de convertir al trastorno del apego en otra categoría diagnóstica en la que, como en otras, mal usada, matará la velocidad y no la bala.


Volveré con otro post para contaros cómo trabajamos con estos niños y sus familias. Afortunadamente, y gracias a programas como la Fundación Fairstart promovida por Niles Peter Rygaard, los cuidados en los orfanatos del mundo han mejorado, y también, paulatinamente, se generaliza la prohibición de ingresar a los niños menores en instituciones. Esperemos en un futuro no tener que tratar ninguno más. Que el deseo lo hagamos realidad.

lunes, 9 de marzo de 2015

Receptividad, empatía y estrategias para preparar a un niño adoptado/acogido traumatizado antes de verbalizar sus vivencias del pasado (I) Además, celebramos la publicación de un excelente libro sobre adopción: “Fui adoptado ¿y qué?” de María Assumpció Roqueta

Casi todos los niños adoptados (por no decir todos) han sufrido adversidades. Un número nada desdeñable de ellos presentan trauma. Cyrulnik explica la diferencia entre ambas (lo he leído recientemente en el magnífico libro “Tutores de resiliencia” de Gema Puig y José Luis Rubio): el trauma equivale a un desierto, a estar muerto en vida. La adversidad, en cambio, no.

Para las personas no familiarizadas, es difícil reconocer el trauma en los niños. Normalmente, éste cuando es relacional (como sucede en la mayoría de los niños adoptados o acogidos que lo padecen), es decir, cuando el daño provino de un adulto con el que el niño tuvo un vínculo (de apego u otro) y si dicho daño sucedió a edad temprana (entre los 0 y los 3 años), las secuelas más evidentes se van a observar a nivel de regulación emocional y relaciones interpersonales, con dificultades para mantenerse dentro de la ventana de tolerancia a las emociones (el niño, ante estímulos determinados puede hiperactivarse -se mostrará más alterado, inquieto, movido, incluso con reacciones de ataque/huida, si interpreta el estímulo como peligroso porque le recuerda a alguna amenaza de su pasado- o hipoactivarse (parecería estar en un estado de desconexión emocional, a veces de embotamiento y en casos más graves, de disociación) El problema es que muchas de las respuestas al trauma son evaluadas por los adultos (padres, profesores y otros profesionales) como problemas de comportamiento e hiperactividad (muchos niños no tienen el diagnóstico de hiperactividad realmente, es un déficit de regulación emocional debido a que el cuidador principal con el que estuvo el niño perturbó la relación de apego y éste aprendió a activar su sistema de defensa. Una de las manifestaciones en el presente es la hiperactividad como respuesta a la activación emocional y la desregulación, nefasta herencia del trauma relacional) y los menores reciben muchas consecuencias en forma de reconvenciones, castigos, gritos, expulsiones y etiquetaciones... que no contribuyen a reparar al niño de las consecuencias de la traumatización, crónica. Al contrario, esa reactividad por parte del adulto puede ahondar en las heridas y contribuir a reforzar el trauma.

Cuando alguien padece un trauma, además de estar muerto, como afirma Cyrulnik, su cerebro está situado en el pasado. Da igual que hayan transcurrido décadas. Si el trauma no se ha trabajado y tratado, la persona permanece fijada al mismo. Es un mito falso pensar que el tiempo lo cura todo. El cerebro es el mismo y lo que se vivió queda registrado para siempre. Se trata de ayudar a la persona a integrarlo, a que forme parte de su vida, suavizando el dolor. En el caso de los niños, éstos se quedan en posición de supervivencia, y pueden responder a los estímulos del presente con antiguas estrategias como atacar y huir o embotarse y/o quedarse como congelados. 

Un ejemplo literario de persona atrapada por un trauma (hay muchos) es Miss Havisham, personaje de la magistral novela "Grandes Esperanzas", de Dickens. Está atrapada en el tiempo y vive, a causa del trauma, para vengarse de los hombres. Tal y como refieren en esta web (cito literalmente) "...cabe recordar que la señorita Havisham es uno de los personajes literarios más fascinantes y recordados de Dickens. Su oscuridad es tan siniestra que produce ternura. Es una solterona de mediana edad que fue plantada por su novio el día de su boda y que a partir de entonces se ha retirado del mundo a su mansión en ruinas y ha detenido el tiempo en el momento de la traición. Los relojes de su casa marcan para siempre las nueve menos veinte de la mañana, la hora en que recibió la nota en que el novio arrepentido y pleno de remordimientos le explicaba que no se casaba con ella porque nunca la había amado y que sólo perseguía su fortuna. El salón de su casa se queda con la mesa del banquete puesta, con los platos y cubiertos para los invitados que nunca llegaron tapados con el polvo de los años y el gran pastel de bodas pudriéndose en un lugar destacado. Miss Havisham se viste con el mismo traje de novia todos los días, pero no lleva el conjunto completo sino que sólo utiliza las prendas que sus asistentes habían alcanzado a ponerle hasta el momento en que recibió la nota de cancelación (el ramo de flores se marchita en una esquina y sólo lleva un zapato) Su figura adquiere rasgos fantasmagóricos, avanzando con el ruido de su paso desnivelado por la mansión ruinosa y arrastrando la cola cada vez más gris del vestido sobre la suciedad del piso nunca más limpiado"




Dickens no fue el único novelista decimonónico que empezó a reflejar y denunciar de algún modo las nefastas consecuencias de los traumas. Muchos otros escritores del siglo XIX hicieron este tipo de literatura: Balzac, Víctor Hugo (inolvidable "Los miserables"), Flauvert, Zola, Verne... 


Los niños traumatizados, cual Miss. Havisham, quedaron detenidos en el tiempo con sus estrategias supervivenciales; ellos no tuvieron ninguna culpa, son los adultos que actualmente conformamos su red afectivo-social los que les tenemos que enseñar a dejar atrás esos trajes... 

Bueno, tras este excursus, retomo: este concepto de la reparación del daño psicológico es difícil de entender para algunos adultos que trabajan o se relacionan con el niño traumatizado. Porque lo visible (que en realidad, es la manera que el niño tiene de comunicarnos sus problemas, dificultades, desregulaciones, malestar…no sabe hacerlo de otro modo), lo que se observa, es la conducta (sin saber que detrás de ésta hay un problema denominado trauma; por eso algunos autores, como he contado en otras ocasiones, a éste le llaman la epidemia oculta. Porque no se detecta a tiempo) Y dicha conducta suele ser negativa y desadaptada en los distintos contextos en los que se desenvuelve el niño o joven.

El adulto (al etiquetar esta conducta como rebeldía, desobediencia, perturbación, molestia…) busca frenar y parar dicha conducta del niño, ponerle el límite. Por supuesto que el límite es necesario para todos los niños y en especial para los traumatizados, que necesitan contención, sujeción y andamiaje por parte de un adulto. Una consecuencia como castigar o expulsar podrá parar a un niño (a veces ni eso); pero lo que es seguro es que no repara. No aporta nada constructivo (incluso para algunos niños, estas medidas de disciplina, como hemos dicho, pueden retraumatizar) Y nosotros tenemos la tarea de reconstruir su cerebro, remodelarlo. La labor de favorecer la vinculación con un adulto que le dé seguridad, que le enseñe con consecuencias constructivas y reparadoras y le ayude a reflexionar y darse cuenta sobre las consecuencias de sus acciones, cómo éstas impactan en los demás, dando nuevas oportunidades para aprender. Como dice Siegel en su último libro titulado: “Disciplina sin lágrimas” (que os recomiendo cien por cien), como padres y educadores aspiramos y debemos no sólo aportar un límite sino favorecer que el niño desarrolle cualidades como la compasión, la moral, captar los sentimientos de los otros, reflexionar, valorar los riesgos, ser responsables… Y esto se consigue con adultos que no sean reactivos (el niño hace una conducta negativa, desobedece, y el adulto, presa de rabia y hartazgo, pone una consecuencia impulsiva consistente normalmente en gritar, reconvenir y castigar) sino receptivos (conectar con el niño, con lo que puede sentir o querer comunicar con esa conducta, ponernos primero en su emoción y en su piel) y reflexivos (que los padres valoren primero, qué quieren transmitir y enseñar al niño para el futuro, con el fin de que con nuestra actuación pedagógica, contribuyamos a que éste desarrolle cualidades y habilidades y crezca como persona) Porque los niños con sus conductas siempre nos quieren decir algo; y los adultos casi siempre optamos por ir a la carga. Bueno, somos humanos y cometemos errores, no buscamos padres perfectos; pero sí padres conscientes que opten por aprender a ser conectivos, a entrar en conexión emocional con sus hijos y enseñarles, que se propongan gestionar sus emociones y ser mucho menos reactivos. Estos padres están trabajando a futuro para sus hijos y son los que recogerán los frutos el día de mañana.

Además de esto -que favorece la reparación del niño mediante la construcción de un vínculo seguro con los padres y madres adoptivas o acogedores/as,  la denominada resiliencia secundaria (vínculos de seguridad para el niño que le sostienen, toda la red afectiva que le rodea)-, los menores de edad traumatizados necesitan exteriorizar y simbolizar para elaborar (procesar) el trauma. Una de las formas que eligen para hacer esto -la más accesible para ellos- con los padres o acogedores suele ser hablar. Los niños, en la medida que se sienten en seguridad, pueden empezar a hablar. A veces lo hacen abruptamente, coincidiendo con momentos determinados (por ejemplo, una niña oyó una noticia en la televisión informando que una joven había sido atacada sexualmente y repentinamente le dijo a su madre adoptiva: “eso me ha pasado a mí”) Otras veces lo hacen en momentos en los que los padres o acogedores crean un clima apropiado, por ejemplo, a la noche cuando están compartiendo un espacio y tiempo afectivo con el niño. En la segunda infancia, comienzan a preguntar a los padres adoptivos (porque quieren saber y conocer, normal, es una necesidad en los seres humanos, de dónde venimos y qué ocurrió para que me adoptaran) por cosas muy concretas. Los padres, madres y familias ya sabéis de qué hablo, muchos/as de vosotros/as lo habéis vivido o lo vivís.

Que el niño/a ponga en palabras (exteriorice y simbolice) y sea sentido por el padre y/o la madre u otro adulto, es sanador. Es muy importante la actitud y disposición que el adulto que acompaña y quiere al niño muestre con éste. Ser receptivos, escuchar, acoger (abrazar y besar si es necesario, y si el niño o niña lo vive bien) y sobre todo, validar. El mayor daño que se le puede hacer al niño es no reconocerle el sufrimiento o minimizar lo ocurrido. Escuchar, ser receptivo y empático: “Lo siento, es doloroso; pero ahora estás aquí con nosotros, eso ya no volverá a ocurrir nunca más” Esto es lo que mejor pueden hacer los padres y madres o las familias, por el niño o joven: empatía. Lo que más repara, es alimento emocional para el niño, lo que no ha tenido.

Unos padres o madres o acogedores no dispuestos a escuchar, o que se derrumben y no sean seguros y no puedan contener su miedo o angustia (que no es lo mismo que ser sensible a sus emociones) insegurizarán y angustiarán más al niño o joven. Que quizá aprenderá a callar para no perturbar.

Suelo ser partidario de validar y felicitar al niño por hablar (“Qué bueno que tienes valor para contarlo, eres  un valiente; te escuchamos”) Pero es necesario, si el niño presenta una historia muy traumática a sus espaldas, o tiene tendencia a presentar estados disociativos (leed este post los que no estéis al día de qué es la disociación) que pueden hacer que se desregule severamente, preparar al niño antes de que hable sobre lo traumático. Suele dar muy buenos resultados. Voy a facilitaros algunas pautas sobre cómo lo hago, que podréis usar los profesionales -y pienso que también los padres y madres adoptivos y acogedores-. Para éstos últimos lo más importante es que sepáis que el vínculo seguro con ellos es lo que más hace sanar tanto el vínculo de apego dañado como otras experiencias adversas y/o traumáticas que hayan padecido en sus hogares de origen o en las instituciones en las que fueron ingresados. Por ello, todas las experiencias de seguridad emocional que interioricen con vosotros/as son fundamentales para que puedan reparar ese primer vínculo (con sus padres o cuidadores) dañado (apegos inseguros o trastorno de apego reactivo)

Lo primero es evaluar en qué medida el niño es capaz de poder verbalizar sin salirse fuera de la ventana de tolerancia a las emociones. Si es un niño que ha sufrido múltiples eventos traumáticos y ha padecido experiencias de horror con cuidadores que le han aterrorizado, lo más probable es que presente desregulación emocional severa, oscilando entre la hiperactivación y la hipoactivación. En estos casos el tratamiento psicológico es imprescindible (porque estamos hablando de niños con apego desorganizado o trastorno de apego reactivo) Por ello, el profesional sabrá cuándo y cómo trabajar lo traumático con el niño. En esos casos lo más prudente y beneficioso es no hacer nada sin la consulta y la orientación profesional.

Lo segundo es valorar en qué medida el padre o la madre adoptivos (o acogedores) son capaces de hacer una de las funciones del apego más importantes: mediante el contacto y la palabra calmante, poder estabilizar y tranquilizar al niño tras un episodio de estrés (como puede ser hablar de su dura vida pasada) Si los padres o madres adoptivos -o los acogedores/as- veis que el niño os vive como fuente segura y es capaz de regresar a un estado de calma (gracias a vuestra ayuda y presencia) tras hablar de lo que le duele, es que habéis conseguido restaurar una de las funciones del apego con ese niño. Es necesario, para esto, que el padre o la madre adoptiva (o el acogedor/a) lleven tiempo de convivencia y el vínculo se haya trabajado y construido. Se puede llevar mucho tiempo de convivencia con el niño pero no tener un vínculo sólido porque no ha habido un proceso de construcción entre ambos de dicho vínculo (entre el niño/a y padre, madre o acogedor/a) Sólo es conveniente hablar de las experiencias pasadas del niño si el adulto puede ser fuente de calma y seguridad. "Sólo el vínculo seguro sana", lo dijo Ana María Aarón en las Jornadas Europeas de Resiliencia celebradas el pasado octubre de 2014 en Barcelona.

En tercer lugar, es necesario enseñar al niño una técnica para estabilizarse y calmarse emocionalmente. Una que me parece muy adecuada es la de poner un peluche en su estómago mientras está tumbado y enseñarle a respirar con el vientre (la respiración ventral activa la rama ventral del nervio vago y promueve estados de calma y de conexión con el propio cuerpo y con los demás) Se coge aire por la nariz y se expulsa por la boca. El peluche se mece con la inspiración-espiración; el niño ha de seguir respirando hasta que sienta que el peluche se duerme. Las respiraciones ventrales ayudan a presentificar al niño, a hacerle sentir que está aquí, con nosotros. “Tú estás aquí, ahora, conmigo. Estás seguro. Todo eso tan doloroso que me has contado es pasado. Yo estoy contigo, a tu lado” Es dar presencia, como cuando un bebé se calma gracias a la presencia calmante del padre o de la madre, sin hacer nada especial, solo estar ahí dando paz y seguridad. Otro modo de poder calmar a los niños, después de que hayan hablado con los padres, madres o acogedores/as sobre su pasado y sus emociones, son los estados de inmovilización tranquila (leed este post donde lo explicamos, no hace demasiado tiempo) Es una manera espontánea y natural de calmar.

En cuarto lugar, una estrategia que les ayuda a prepararse y sentirse seguros antes de hablar es conectar emocionalmente con todas las personas significativas de su vida a las que llamaremos “el equipo de ayudantes” Es una técnica para dotarles de un recurso psicológico (calma y seguridad) cuando se sientan muy tristes o conecten con la soledad, los sentimientos de abandono, la rabia… Se le pide al niño que se dibuje en el medio de una hoja a sí mismo (hay que decirles que no hay nada en lo que se pueda equivocar, no es una clase de dibujo, que nos gustará el dibujo que haga, sea cuál sea; buscamos su dibujo) Después va eligiendo en el orden que él quiera, aquéllas personas que le ayudan y le hacen sentir bien (tranquilo, calmado; o feliz, divertido… cualquier sentimiento que el niño viva como ayuda) y las va dibujando formando un círculo que le rodee en el dibujo. Cuando ha terminado, se le pide que exprese cómo se siente, si le llegan sentimientos buenos, si los nota en el cuerpo… Entonces, se le dice que los note, que sienta lo bueno que es para él sentir esa seguridad, calma, bienestar… Que sienta que le rodea, que la respira, que le envuelve y le acompaña, para que la pueda usar en los malos momentos.

Es fundamental insistir en que si el adulto (padre o madre, acogedor/a, profesional…) no tiene un vínculo con el niño/a y no es una persona sólida (tranquila, firme y segura) es mejor no hacer nada de esto. Puede ser contraproducente. Entendemos (y no culpamos a nadie) que los padres pueden sentir pena, ansiedad, angustia… al ver a su hijo expresar el sufrimiento. Por eso, en esos casos en los que no podemos hacer de holding o sujeción para el niño, es mejor recurrir a un tratamiento psicológico que dé espacio de trabajo al niño pero también a los padres con el fin de que aborden ellos sus propias emociones y aprendan a gestionarlas. La mejor experiencia que puede sentir un niño dañado es ser capaz de que un adulto con quien tiene un vínculo sólido sienta y dé contención segura a su sufrimiento. En caso de dudas con todo esto, para eso estamos los profesionales.

Continuaremos con este interesantísimo tema, que es particularmente necesario en los casos de niños traumatizados durante años por el abandono, la violencia, los continuos cambios de cuidadores… Suelo utilizarlo siempre con los menores de edad que han sido adoptados a edades tardías (con cinco, seis, siete u ocho años de edad) y que tienen el diagnóstico de trauma en el desarrollo, apegos inseguros y disociación. A los recién llegados a este blog y que han leído por primera vez este artículo, les aconsejo que accedan a las etiquetas de “apego” y “trauma” y lean todo lo que hemos escrito anteriormente, para ponerse al día en estos conceptos.

Os digo adiós como siempre, con la picada y con un post escrito anteriormente en Buenos tratos y que os recomiendo volváis a leer.

La picada de hoy es celebrar que tenemos una magnífica novedad bibliográfica que me ha hecho especial ilusión: se trata del libro titulado “Fui adoptado ¿y qué?” escrito por María Assumpció Roqueta Sureda, psicóloga especialista en psicomotricidad, pedagogía terapéutica y en audición y lenguaje. Es colega y compañera de la red APEGA (formada por todos y todas los/as profesionales egresados/as del Diplomado en trauma terapia infantil sistémica de Barudy y Dantagnan) y ha tenido el detalle de regalarme el libro, además dedicado. Me alegra muchísimo que una compañera (con su dilatada trayectoria profesional y su amplia y completa formación, además especializada en el ámbito) haya publicado un libro. Además, uno que hunda sus raíces teóricas en el modelo del buen trato y los marcos explicativos del apego y del trauma para poder entender y tener una nueva mirada sobre la adopción. Necesitamos que los profesionales se impliquen en estas tareas divulgativas porque es preciso que lleguen al mayor número posible de familias adoptivas. A María Assumpció le conozco personalmente y doy fe de su profesionalidad, implicación y compromiso con los niños y las familias adoptados/as. Tuvo el enorme detalle de acompañarme en las jornadas formativas (Las Conversaciones) que organizamos en Donostia con motivo de la aparición del libro que sobre la caja de arena publiqué en marzo de 2013. Y pude conocerla un poco más.

He revisado el libro y es muy completo, amenamente redactado y con rigor científico. El modelo desde el que la autora nos propone es (por eso lo recomiendo, porque lo comparto) un modelo que es respetuoso con el niño y que no patologice. Assumpció, en “una nueva mirada de la adopción desde un enfoque sistémico, comprensivo e integral” nos dice que "España es el segundo país del mundo en adopciones internacionales (…) Cada vez son más los padres que consultan a especialistas y niños que son diagnosticados erróneamente, especialmente de TDAH (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad-Impulsividad)" Y ya sabemos que en vez de este trastorno lo que presentan es una historia de vida tan dura que ha generado trauma. Digo que el libro es muy completo porque nos ofrece primero, como debe ser, el fundamento teórico (todo libro sobre adopción debe de tener una base teórica en el que sustentar su intervención): "...la teoría del apego, del trauma, la resiliencia y los aportes de la neurociencia sobre el desarrollo cerebral. A continuación, desde un enfoque sistémico se estudian todos los sistemas que rodean al niño y se dedica un capítulo por sistema y de esta forma se analiza al propio niño, a la familia, a la escuela, al entorno social y a los recursos externos" Esta última parte de recursos e intervención con el niño y su entorno me ha gustado especialmente porque Assumpció ofrece a los padres, madres y familias adoptivas guías y pautas muy bien explicadas y necesarias para contribuir a la sanación emocional de los niños y adolescentes.

El libro es útil tanto a padres como profesionales (los maestros encontrarán un amplio capítulo dedicado a adopción y escuela, muy útil porque no abundan los materiales de este tipo) Antes de hacer o de intervenir hay que comprender en profundidad, como Assumpció nos dice. Y este libro ofrece ambas aproximaciones (comprender) y herramientas (fundamentadas en un modelo teórico) para poder intervenir sin patologizar al niño o adolescente. Al contrario: favoreciendo su sanación.

Así pues, os recomiendo que lo adquiráis porque es uno de los imprescindibles de nuestra biblioteca. Felicito efusivamente desde estas líneas a Assumpció Roqueta por esta inestimable aportación (todos los que escribimos un libro sabemos lo que cuesta hacerlo) que será todo un éxito.


Assumpció ha dejado un comentario que copio aquí: "Durante el curso 2008-2009 gracias a una licencia de estudios pude valorar a más de 35 niños/as adoptados en la escuela y después de 5 años, volví a verlos; y finalmente he escrito el libro.

Es un libro sentido, escrito desde la emoción. Espero que todos estos niños/as lo puedan leer algún día y que ayude a padres, madres y profesionales a comprender muchas de las conductas, y que sirva para saber dar las respuestas necesarias.


Os dejo mi correo por si alguien quiere comentar algo personal":


aroqueta@xtec.cat

El post que rescatamos es uno que escribimos no hace mucho pero que va muy bien con el tema que hoy hemos desarrollado. Es más, forman parte del mismo tema: Cómo las familias adoptivas y acogedoras pueden hablar con y honrar a los niños/as que tienen una historia traumática.

Cuidaos / Zaindu