jueves, 23 de abril de 2009

¿Existen los buenos y los malos? O cuidado con el que dice cumplir órdenes

El experimento de Milgram sobre la obediencia debida, realizado hace ya bastantes años, nos cuestiona sobre los principios morales y filosóficos que nos gobiernan a cada uno de nosotros y rompe el punto de vista maniqueista de persona buena/persona mala. ¿Existen buenas personas? ¿Existen malas personas? ¿Así, a secas? ¿Están tan claras las fronteras entre el bien y el mal de tal modo que podríamos predecir que una buena persona tiene mayores probabilidades de emitir conductas positivas, prosociales y éticas que una mala persona, la cual obraría en sentido contrario? ¿Es tan sencillo? ¿O habría que decir aquello de por sus obras los conoceréis? ¿Podemos llegar a ser -o a hacer cosas malas- malos, cualquiera de nosotros?

El experimento de Milgram, aunque realizado en los años 60, no está ni mucho menos pasado de moda. Cuando lo he releído –la lectura ha venido motivada a raíz de mis relaciones con las instituciones públicas y su negativa a considerar propuestas importantes que implican a personas. El funcionario, aún no estando de acuerdo con lo que hace, cumple órdenes y lo que se solicita no está contemplado administrativamente-

He vuelto a reflexionar sobre el peligro que entraña convertirse en un estricto "cumple órdenes", así como la fragilidad de los conceptos psicológicos que definen rasgos de personalidad estables en las personas. Me ha surgido con fuerza la idea de la enorme influencia que puede tener el contexto sobre la conducta de las personas, y que al final es el comportamiento del sujeto lo que cuenta y no sus características, que se definen pero no se observan, se infieren de las conductas ¿Existen los rasgos de personalidad o son un artefacto psicológico?

Aquí tenéis un vídeo que he recogido de youtube donde recrean el experimento. Es estremecedor verlo. También os pongo este enlace a la Wikipedia donde podréis leer con detalle cómo se hizo el experimento:
http://es.wikipedia.org/wiki/Experimento_de_Milgram

Estamos hablando de que el ¡65%! de los sujetos aplicaron la descarga mortal (en realidad, no existía tal descarga, era simulada), aunque muchos se sintieran mal haciéndolo. Y estamos hablando de personas que, en principio, no presentaban ningún tipo de trastorno mental o neurológico que les impidiera actuar de manera responsable, esto es, ética.
¿No asusta todo esto?

martes, 14 de abril de 2009

La imagen de la ansiedad

Muchos pacientes refieren, cuando hablan de los síntomas de ansiedad, que sienten ganas de gritar. Comentándolo con un colega de profesión, muy aficionado y entendido en arte, me dijo que existe un cuadro muy representantivo del expresionismo, llamado El grito, de Edvard Munch, en el cual se expresa la emoción de la ansiedad a través de lo que muchos de los pacientes comentan: gritar. "Mira el cuadro en internet y ya me dirás" - me comentó al despedirme mi colega.

Así lo hice. Y la contemplación de la imagen de El grito me ha llegado tanto que me ha parecido interesante para compartirlo con todos vosotros.
Si me dijeran cuál es la imagen de la ansiedad, qué metáfora la representa acertadamente, elegiría sin dudarlo este cuadro. No lo conocía ni había oído hablar de él. Y me he quedado cautivado por lo bien recogida que está esa desesperación a la cual aboca la ansiedad crónica.

He consultado en Wikipedia y allí nos dicen que “la fuente de inspiración para El grito podría encontrarse, quizá, en la atormentada vida del artista, un hombre educado por un padre severo y rígido que, siendo niño, vio morir a su madre y a una hermana. En la década de 1890, a Laura, su hermana favorita, le diagnosticaron una dolencia bipolar y fue internada en un psiquiátrico. El estado anímico del artista queda reflejado en estas líneas, que Munch escribe en su diario hacia 1892:

Paseaba por un sendero con dos amigos - el sol se puso - de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza” Hay varias versiones de este cuadro, pero todas versan en torno al mismo tema: la ansiedad.

Años más tarde, el trastorno de ansiedad que padecía, agravado por el alcoholismo y por años de sufrimiento, provocaron que tuviera que ingresar en un hospital psiquiátrico. A partir de aquí, los entendidos en arte comentan que su obra reflejó una nueva vitalidad, ésa que se consigue después de enfrentarse al dolor y que habla de un renacer en las personas.

A buen seguro que este genial artista –merece la pena pararse un buen rato a contemplar la imagen de El grito- encontró en la pintura los recursos de arte terapia que le brindaron la oportunidad de exteriorizar y concretizar sus emociones, su mundo interno, su sufrimiento infantil. El arte para Munch, como para muchos otros, se convirtió en una experiencia que fue más allá de una expresión artística –que ya es mucho-: fue una vivencia resiliente.

viernes, 3 de abril de 2009

Ya lo dijo Locke en el siglo XVII, y... ¿lo tenemos en cuenta al educar?

Esta semana ha llegado a mí un libro del filósofo empirista Locke (Pensamientos sobre la educación) que me ha hecho pensar si, al educar a nuestros hijos, incluimos razones de por qué actuamos con ellos como lo hacemos. Lo dijo hace muchísimos años y, en mi opinión, preconizó bastante de lo que actualmente se denomina el estilo autorizativo de socialización parental. Os transcribo aquí un significativo fragmento del libro:

"Quizá pueda asombrar que recomiende razonar con los niños y, sin embargo, no puedo dejar de pensar que es la verdadera manera en que hay que comportarse con ellos. Entienden las razones desde que saben hablar y, si no me equivoco, gustan de ser tratados como criaturas razonables desde mucho antes de lo que suele imaginarse. Se trata de una especie de orgullo que hay que desarrollar en ellos y del que hay que servirse tanto como sea posible, a modo de poderoso instrumento para conducirles.

Cuando hablo de razonamientos entiendo solamente los que se refieren a la inteligencia y están al alcance del espíritu del niño. Nadie supone que un niño de tres o de siete años puede argumentar como un hombre maduro. Los largos discursos y los razonamientos filosóficos asombran todo lo más y confunden el espíritu del niño, pero no lo instruyen. Cuando digo que hay que tratarlos como a criaturas razonables, entiendo, pues que debéis hacerles comprender, por la suavidad de vuestros modales y por el aire tranquilo que conservaréis hasta en vuestras reprimendas, que lo que hacéis es razonable en sí mismo, al mismo tiempo que útil y necesario para ellos; que no es por capricho, por pasión o por fantasía por lo que les ordenáis o les prohibís esto o aquello. Eso están perfectamente capacitados para comprenderlo y no hay virtud ni vicio de los que no puedan entender por qué la una se les recomienda y el otro se les prohíbe: lo único que les hace falta es elegir las razones apropiadas para su edad y para su inteligencia, y exponérselas siempre claramente y con pocas palabras. Los principios sobre los que reposan la mayoría de los deberes y las fuentes del bien y del mal del que brotan tales principios no siempre es fácil de explicarlos ni siquiera a hombres hechos y derechos, cuando no están acostumbrados a abstraer sus pensamientos de las opiniones comúnmente recibidas. Con mayor razón todavía, los niños son incapaces de razonar sobre principios un poco elevados. No sienten la fuerza de una larga deducción. Las razones que les convencen son razones familiares, al nivel de sus pensamientos, razones sensibles y palpables, si puedo expresarme así. Pero si se tiene en consideración su edad, su temperamento y sus gustos, nunca se dejará de encontrar motivos de ese tipo que puedan persuadirles. Y si no se encontrase otra razón más pertinente, lo que siempre comprenderían y bastará para apartarles de una falta de las que pueden cometer es que esa falta les desacredita y les deshonra, que os disgusta”

¿No podría estar esto en boca de un psicólogo o pedagogo de hoy? ¿Es importante razonar con los niños todos los límites que ponemos?

Recibo como siempre, con gusto, vuestras opiniones.