lunes, 25 de mayo de 2020

Introducción al nuevo libro de Rafael Guerrero, psicólogo, "Educar en el vínculo"



Educar en el vínculo

Rafael Guerrero, psicólogo

Para adquirirlo, haz click AQUI

Recientemente, ha salido a la venta el nuevo libro del psicólogo Rafael Guerrero, psicólogo. Él me invitó a escribir una introducción al mismo y yo accedí encantado y muy agradecido, pues me entusiasmó su propuesta. Me siento además próximo a los postulados psicoeducativos de mi colega Rafa, los cuales comparto. Pienso que emitimos en la misma frecuencia, y que el trabajo divulgativo (que llegue a las familias y a los profesionales que no conozcan la teoría del apego) es muy importante, clave. Rafael sabe, y además lo estructura, ordena y cuenta muy bien. Por todo ello, su invitación a que arropara su obra ha sido como un regalo para mí.

He planteado la introducción del libro tratando de anunciar y resaltar muchos de los contenidos que Rafael Guerrero aborda en él. A modo de aperitivo, mi intención ha sido despertar vuestro apetito por Educar en el vínculo, pues verdaderamente merece la pena aprender de la mano de Rafa cómo vincularnos sanamente con los niños, favoreciendo su autonomía y fomentando su regulación emocional y autoestima. En este libro lo desarrolla de una manera amena, pero sin perder ni un ápice de rigor científico y aportando sus conocimientos y experiencias en el trato con los niños y las familias.

Os copio la introducción que aparece en el libro para que os hagáis una idea de su contenido y os animéis a haceros con un ejemplar.

Introducción

Recibo como un regalo la petición de mi colega Rafael Guerrero de escribir unas líneas introductorias de su nuevo libro Educar en el vínculo. Usando una metáfora musical, Rafael me ha concedido el honor de ser el telonero de esta completa y atractiva obra que ha escrito sobre el apego y su aplicación a distintos ámbitos del desarrollo, la crianza y la educación.

Hablaré sobre la importancia de los buenos tratos a la infancia y presentaré el vínculo de apego seguro como la primera relación de buenos tratos que necesitamos experimentar las personas, tema central de este libro.

Antes de hablar de los buenos tratos a la infancia, ¿tenemos claro que son los malos tratos? Si hiciéramos una encuesta preguntando qué es maltratar, seguramente la mayoría de los participantes responderían que maltratar es toda acción que conlleve un daño físico y/o psíquico. Muchos de nosotros diríamos que maltratar es cualquier conducta que golpee, pegue, corte, produzca hematomas, lesione, queme, etc.  También mencionaríamos el maltrato psicológico: vejar, humillar, insultar, menospreciar, ofender, zaherir…  Lo más seguro es que, en los resultados de la encuesta, existiese un consenso claro sobre qué es maltratar. Sin embargo, es probable que muchas personas no incluyeran en esta definición dos aspectos que todavía, socialmente, no se consideran maltrato: el abandono y la negligencia emocionales, es decir, experiencias que teniendo que ocurrir en la vida del niño y necesarias para su desarrollo, no suceden (Winnicott, 2009). Y esto, aunque de manera pasiva, también daña. En el abandono emocional, el niño no cuenta con una figura adulta que le acompañe y permanezca involucrada mostrando empatía (una capacidad parental fundamental) y dándole la seguridad que necesita, para que pueda evolucionar desde la dependencia a la autonomía progresiva. En la negligencia afectiva, el niño no recibe todas esas vivencias de contacto afectivo y juego temprano, lo que Trevarthen (2016) ha llamado intersubjetividad: ese mundo privado e íntimo de comunicación sintonizada adulto-bebé donde ambos son una unidad, en cuyo contexto relacional el niño aprende a experimentar que es experimentado y darse cuenta de la existencia de la mente humana, desarrollando así la capacidad de reflexionar sobre la misma. Que un niño reciba esto de un adulto emocionalmente presente, empático e involucrado en juegos y estimulación afectiva y lúdica forma parte de las necesidades de aquel. ¡Y esto también son buenos tratos! Y si el niño no lo recibe, ¡esto también son malos tratos!, algo que nuestra sociedad aún no considera que es tan necesario para el desarrollo del niño como lo son la satisfacción de las necesidades fisiológicas. La conciencia de la mente humana, «la capacidad imaginativa para interpretar el sentido de la conducta de otros considerando sus estados mentales y sus intenciones, así como comprender el impacto de nuestros afectos y conductas en los otros», surge en interacciones afectivamente sincronizadas con un cuidador sensible y empático. (Fonagy, P. Gergely., Jurist, E., Target, M., 2002) En este sentido, Rafael Guerrero se extenderá sobre las investigaciones que nos muestran cómo la privación afectiva es tremendamente dañina para el desarrollo integral de los niños.

Existe socialmente un conocimiento y una toma de conciencia de que los malos tratos son perjudiciales para el niño, pero en general se tiene la expectativa de que es una experiencia que se puede superar. Sin embargo, esto no es exactamente así. ¿Por qué? Porque los malos tratos afectan -e incluso dañan- el cerebro en desarrollo de los niños, alterando (a veces de por vida) y desorganizando su funcionamiento. Teicher (2019), un eminente investigador de la Universidad de Harvard, ha demostrado que el cerebro se ve tempranamente afectado por el estrés de los malos tratos y ha recogido numerosas anormalidades en el funcionamiento cerebral. Este psiquiatra refiere que el cerebro puede desarrollar resiliencia de tal modo que las experiencias reparadoras (nuevos vínculos, una terapia, un programa educativo especializado…) pueden compensar las redes neurales afectadas y reducir la probabilidad de padecer un trastorno mental. Una persona, por tanto, puede transformarse y crecer desde la adversidad y el trauma, pero no puede resetearse como un ordenador, como si el maltrato no hubiese ocurrido. El cerebro es el mismo órgano para toda la vida y el estrés de los malos tratos puede resultar tóxico. Precisamente, Rafael Guerrero desarrolla en el libro la perspectiva de cómo las relaciones de buenos tratos tempranos favorecen la integración cerebral. Creo que estas investigaciones deben de concienciarnos aún más sobre la necesidad de que se instauren políticas de buenos tratos en todos los ámbitos y estratos sociales: familia, escuela, administración pública, juzgado, deporte… pues el bienestar y la salud de las generaciones futuras está en juego. 

Ahora que ya sabemos que son los buenos tratos, podemos centrarnos en por qué son tan necesarios para el desarrollo humano. Se ha descubierto en la investigación científica que los buenos tratos activos -todo lo que hacemos positivamente por nuestras crías- favorecen un sano desarrollo infantil. Los pioneros y fundadores del paradigma de los buenos tratos, Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan, desde que escribieron en el año 2005 el libro Los buenos tratos a la infancia. Parentalidad, apego y resiliencia, en el cual expusieron ampliamente todos sus conocimientos sobre la materia (en la actualidad siguen su práctica profesional en IFIV y forman a profesionales desde este paradigma), dejaron claro que «los niños y las niñas necesitan ser educados con amor que no es incompatible con la autoridad, y también necesitan construir una identidad individual y social a partir de relatos coherentes, verídicos y respetuosos de los derechos humanos. Para organizar su cerebro y desarrollarse, los bebés necesitan sentir de sus padres o sus cuidadores: 

El contacto físico, en forma de caricias. 
Palabras que transmitan una melodía amorosa. 
Comportamientos constantes y coherentes que sean capaces de calmar la excitación provocada por sus estados de necesidad.
Una estimulación permanente que tome en cuenta la singularidad de su desarrollo».

Rygaard (2008) ha descubierto que «el tomar en brazos a un bebé, procurarle masajes y mecerle produce una estimulación vestibular que provoca las interconexiones entre neuronas de diferentes áreas, así como la mielinización, creando redes funcionales que garantizan su desarrollo psicomotor, la instauración del pensamiento, su inteligencia emocional, sus modelos relacionales, así como la emergencia del lenguaje, primero comprensivo y luego narrativo».

La afectividad es una necesidad para todo ser humano, y sobre todo para los niños, pues como dicen Siegel y Payne (2012) «si quieres que crezca su cerebro, alimenta su corazón». Son muchas las investigaciones que correlacionan los niveles de afecto materno temprano en la infancia con la capacidad de regulación de la ansiedad en la vida adulta. Así, por mencionar una, Maselko, Kubzansky, Lipsitt y Buka (2011) descubren en una amplia muestra que «niveles normales, e incluso altos, de afecto materno a los 8 meses tienen una relación directa con menores niveles de angustia a los 34 años…» Esto es trascendente por las implicaciones que tiene para una sociedad, por otro lado, cada vez más volcada en hacer a los niños prematuramente autosuficientes e individualistas, soslayando las necesidades afectivas. Socialmente se habla mucho más de que un bebé reciba estimulación cognitiva en los dos primeros años de vida (por ejemplo, estudie chino, aprenda música e idiomas) cuando lo que más va a influir en el pleno desarrollo de su cerebro y su bienestar biopsicosocial es el afecto que reciba de sus padres -o de los cuidadores- y de las personas con las que se relacione.  

Todo esto pone el acento en que el mundo adulto (empezando por los padres y terminando por cada uno y cada una de nosotros y nosotras, desde el rol que nos corresponda en la crianza y desarrollo de los niños) debe de procurar relaciones, actividades y entornos de buenos tratos. No buscamos padres ni adultos cuidadores perfectos (¡esto también sería negativo para el desarrollo del niño!) Necesitamos padres y adultos que -como todos- cometan errores pero que tengan suficiente capacidad de empatía y de reflexión para reparar sus actos, pues cuando fallamos también podemos darle al niño una lección ética y de recuperación de la conexión emocional, demostrando con ello que las discusiones o los desencuentros no lesionan el vínculo afectivo que nos une. (Siegel, 2012). Necesitamos padres y adultos conscientes de su responsabilidad y papel en el desarrollo del niño, pues este, para que pueda darse de manera sana, depende del entorno. Para un niño, su primer y principal entorno son sus padres (o figuras adultas que le cuidan). Y, después, las relaciones posteriores que establezca y que influenciarán su identidad: familiares, profesores, educadores, monitores deportivos, amigos, vecinos, compañeros, pareja… El desarrollo humano no depende solo de los genes sino de las relaciones, y estas han de ser de buenos tratos. La calidad de nuestro sistema nervioso depende de la calidad de nuestras relaciones (Siegel, 2012). De todo esto, y de cómo el primer y más importante lazo afectivo, el vínculo de apego, es clave para obtener el fundamento seguro para ser y estar en el mundo, se ocupa de manera brillante, creativa -estimulando la curiosidad con atractivas metáforas- y rigurosa -pero entretenida a la vez- este libro que tienes en tus manos, lector.


Rafael Guerrero desarrolla en este excelente libro la importancia de esta primera relación de buen trato que todo ser humano debe vivir y que es paradigmática de las relaciones que posteriormente vivirá. Me refiero a lo que acabamos de nombrar: el vínculo de apego. Solamente voy a dedicar unas líneas a enfatizar la enorme trascendencia de este vínculo temprano, pues Rafael Guerrero hace en el libro un cumplido y exhaustivo recorrido del apego y su trascendencia en la crianza y la educación.

Bowlby (1989), cuya infancia nos cuenta Rafael Guerrero, fue uno de los pioneros de la teoría del apego. Sus descubrimientos fueron asombrosamente simples a la vez que trascendentes: los bebés nacen con un equipamiento conductual, programado biológicamente, para vincularse con un adulto, pues ello les garantiza la supervivencia. Si el adulto le proporciona al niño cuidados y es sensible en captar sus necesidades, satisfaciéndolas adecuadamente, el niño crecerá, con alta probabilidad, sanamente. Por el contrario, unos cuidadores insensibles, negligentes, inconstantes o incoherentes, que no satisfacen apropiadamente las necesidades del bebé y no le ofrecen una experiencia de seguridad, traen como consecuencia un niño que no crecerá de manera saludable (Siegel 2007). 

Todas estas demandas que el bebé hace deben de ser atendidas porque son necesidades de apego para encontrar confort y regulación emocional a través del contacto con la madre o figura de apego. Cuando un bebé llora es necesario aliviar lo que internamente puede sentir (miedo, incomodidad, ansiedad, hambre, sueño, necesidad de confort afectivo…), porque no dispone de ninguna herramienta cognitivo-emocional para calmarse ni comprender lo que pasa. No puede decirse «tranquilo, cálmate, que tus padres se van de fiesta, pero luego vienen y están contigo, no llores». Necesita la presencia y el contacto de los padres para lograrlo. Si el bebé entra en un estado prolongado de necesidad y de llanto y está por un largo periodo estresado, segrega la hormona llamada cortisol que se ha demostrado que en grandes cantidades puede inundar el cerebro del niño y resultar tóxica (Gerhardt, 2016)  Por eso, cuando un bebé es tranquilizado mediante el contacto (las palabras suaves, los brazos, el mecimiento…) sus niveles de estrés se reducen y se regulará emocionalmente, entrando en un estado de calma y tranquilidad necesarios como «primera fotografía» que le deja la experiencia y la expectativa de que sus demandas y necesidades serán atendidas, desarrollando así una confianza y seguridad en el mundo humano y en el entorno. Aprenderá de esta manera, con el tiempo y las experiencias de confort y seguridad repetidas a lo largo de muchas interacciones con sus padres, a adquirir herramientas de auto-calma. Irá desde la corregulación con un adulto, a regularse solo. Desde la dependencia a la autonomía progresiva.

Además, es asombroso que el bebé para el primer año de vida y en función de lo que ha interiorizado en las experiencias de relación interpersonal con su cuidador principal, ya tenga una primera representación en su mente acerca de cuánta seguridad le merece este. El objetivo principal del vínculo de apego del bebé al cuidador es otorgarle una experiencia de seguridad.

El niño necesita al cuidador, por lo tanto, como base segura sobre la cual poder cimentar su desarrollo y crecimiento. Bowlby (1989) es el autor de este concepto y tiene un libro, En busca de la base segura, que me parece precioso. Porque todos necesitamos de una base segura a lo largo de la vida en la que apoyarnos en momentos críticos.

Los buenos tratos a la infancia no solo comienzan en la vida intrauterina con una madre que se cuida y recibe las atenciones médicas que necesita, con una pareja involucrada y capaz de compartir y apoyarle durante los nueve meses de desarrollo del feto, para que pueda estar tranquila y sea un embarazo donde ella y su pareja mentalicen y conecten emocionalmente, mediante felices comunicaciones neuroafectivas, con su hijo. Los buenos tratos realmente están inscritos en las historias de vida de los futuros padres, en la medida que han recibido ellos buenos tratos o han sido capaces de reflexionar y modificar la actitud y desarrollar capacidades parentales. Esto es lo que realmente va a propiciar que los padres traten bien a sus hijos desde el mismo momento en que son concebidos. Si, por ejemplo, un padre o madre tiene una historia de maltrato transgeneracional, una primera e importante tarea que tienen que hacer para no repetirlo con las generaciones futuras es reflexionar sobre estas experiencias y elaborarlas, cuestionando todo aquello negativo y dañino que hicieron con ellos -y con las generaciones anteriores- y que es muy probable que actúen con sus propios hijos, si no son conscientes, acrítica y procedimentalmente. Lo importante no es tanto haber sufrido un trauma de apego sino poder reflexionar, resignificarlo y cambiar la propia actitud. Esto es lo que más influye para que los padres tengan capacidad de proveer de buenos tratos a sus crías: sanar la propia infancia. Si los padres son capaces de esto, de reflexionar antes de ser padres sobre sus experiencias con sus propios padres y sobre su historia de vida, con esto ya comienzan a dar un buen trato a sus crías. 

Como corolario final podemos afirmar sin ambages: «No cabe ninguna duda de que el propio desarrollo cerebral depende de los cuidados y de los buenos tratos que cada persona haya recibido en su niñez como en su vida adulta» (Barudy y Dantagnan, 2005):
Hoy en día disponemos de unos conocimientos sobre el desarrollo infantil y la ciencia del cerebro como nunca antes habíamos tenido. Incluso teorías como el apego, muy relegadas durante años, han sido refrendadas por la neurociencia actual como el marco privilegiado desde el cual apoyar la educación infantil. Rafael Guerrero ha creado un completo libro dirigido a padres y profesionales donde desarrolla con detalle y de una manera más extensa, lo que en esta introducción estamos apuntando: que el buen trato y el vínculo de apego seguro son experiencias necesarias que aseguran el bienestar infantil.

La sociedad no nos lo pone nada fácil porque entre las fuentes de la parentalidad bientratante, como dice Jorge Barudy, también está la conciliación de la vida laboral y familiar. Hemos dicho que la afectividad es la necesidad más importante para el desarrollo del cerebro de los niños y, en consecuencia, es la base para que estos crezcan sanos y felices. Pero, paradojas de nuestra sociedad, las familias viven sin tiempo, corriendo y al finalizar la jornada están estresadas y cansadas como para poder escuchar, jugar y tener tiempo para la afectividad y la conexión emocional con sus hijos, que es lo que da calidad al vínculo de apego (experiencias más necesarias que los deberes escolares o estudiar música) Creo que algo no estamos haciendo bien pues sabiendo que el vínculo de apego es clave para el desarrollo del niño, los padres tienen largas jornadas laborales que les agotan y los horarios no se han creado pensando en los niños y en que aquellos puedan estar tiempo con ellos para poder darles lo que como niños necesitan y es su derecho. Por ello, aumentan los casos de negligencia afectiva, familias con «padres físicamente presentes, pero emocionalmente ausentes» (Schore, 2003). Y aumentan, con ello, alarmantemente, los adolescentes que se autolesionan, y el suicidio en esta etapa de la vida es la primera causa de muerte. Todo esto nos interpela seriamente y nos obliga a un cambio social profundo donde hagamos caso a la ciencia e invirtamos la escala de valores neuroprotegiendo a los niños, favoreciendo que los padres tengan una jornada laboral que les permita dedicar tiempo a sus hijos. Pero también psicoeducando a los padres sobre qué son -y la trascendencia que tienen- los buenos tratos y ofreciéndoles, desde la sanidad pública, recursos terapéuticos a todos los padres para que antes de serlo, puedan reflexionar sobre su propia historia de vida y crianza. 

A pesar de todo, creo que hay motivos para el optimismo. Pienso que los grandes cambios sociales empiezan por un número creciente de pequeños-grandes cambios que, como un reguero de pólvora, se van extendiendo y calando en muchas personas e instituciones. Incluso en pueblos enteros como Burlada (estructurado en torno a los buenos tratos) Un libro como Educar en el vínculo es una contribución inestimable para promover este cambio que se va gestando. Los profesionales del buen trato, como Rafael Guerrero, aportan una nueva mirada a la infancia que apuesta por relaciones sanas y de buenos tratos. Y esta pequeña-gran revolución esperamos que avance hacia quienes toman las decisiones sustantivas a nivel de política social y educativa (ya asistimos a experiencias de este tipo). Es el «realismo de la esperanza» (Cyrulnik y otros, 2004). Rafael Guerrero, con su gran labor, es uno de los protagonistas y promotores de este realismo esperanzador. 

Espero haber cumplido la misión de ser un telonero que haya despertado vuestro interés porque empiece el gran concierto que son las próximas páginas de este precioso libro, cuyas notas musicales traen la sinfonía del apego, la cual orquesta la partitura del desarrollo del niño de una manera armónica y bella.

REFERENCIAS

Barudy J., Dantagnan, M. (2005). Los buenos tratos a la infancia. Parentalidad, apego y resiliencia. Barcelona: Gedisa.

Bowlby, J. (1989). Una base segura: aplicaciones clínicas de la teoría del apego. Barcelona: Paidos Ibérica.

Cyrulnik, B., Vanistendael, S., Guénard, T. y otros (2004). El realismo de la esperanza.  Testimonios de experiencias profesionales en torno a la resiliencia. Barcelona: Gedisa Editorial.

Gerhardt, S. (2016). El amor maternal. La influencia del afecto en el cerebro y emociones del bebé. Barcelona: Editorial Eleftheria.

M. Teicher (comunicación personal, 4 de octubre de 2019).

Maselko J., Kubzansky L, Lipsitt L, Buka S.L. (2011).  Mother's affection at 8 months predicts emotional distress in adulthood. Journal of Epidemiology and Community Health, 65, (7) 621-625

R. Benito (comunicación personal, 30 de noviembre de 2019).

Rygaard, N. (2008). El niño abandonadoBarcelona: Gedisa. 

Schore, A. (2003). Affect Dysregulation and disorders of the self. WW. Norton: London.

Siegel, D. (2007). La mente en desarrollo. Cómo interactúan las relaciones y el cerebro para modelar nuestro ser. Bilbao: Desclée de Brouwer.

Siegel, D., Payne, T. (2012). El cerebro del niño. 12 estrategias revolucionarias para cultivar la mente en desarrollo de tu hijo. Barcelona: Alba.

Fonagy, P. Gergely., Jurist, E., Target, M. (2002). Affect regulation, mentalization, and the development of the self.NY: Other Press.

Trevarthen, C. (2016). Funciones de la emoción en la infancia: regulación y comunicación del ritmo, la afinidad y el significado en el desarrollo humano. En El poder curativo de las emociones. Neurociencia afectiva, desarrollo y práctica clínica (pp.67-102). Barcelona: Eleftheria.

Winnicott, D.W. (2009). Realidad y juego. Barcelona: Gedisa.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Abierto el plazo de preinscripción al Diploma de Postgrado en Traumaterapia Sistémica Infanto-juvenil de Barudy y Dantagnan (Barcelona, Madrid, Donosti y Chile)



Diploma de postgrado en 
Traumaterapia Sistémica Infanto-juvenil


13ª Promoción Apega 13 Barcelona 2020-2022
7ª Promoción Apega 7 Donostia 2020-2022
2ª Promoción Apega 2 Madrid 2020-2022
7ª Promoción Apega 7 Chile 2020-2022

Hoy se abre el plazo de pre-inscripción del DIPLOMADO DE POSTGRADO EN TRAUMATERAPIA SISTÉMICA INFANTO-JUVENIL (TSI) hasta el 26 de julio 2020

http://www.traumaterapiayresiliencia.com


El programa se compone de dos cursos académicos (2020-2022) y se celebrará en Barcelona, San Sebastián-Donostia y Madrid, y en Chile, Viña del Mar (para este último programa consultar fechas con la ONG Paicabí).

El plazo de pre-inscripción comienza hoy mismo y terminará el 26 de julio 2020. Si estáis interesados e interesadas, para realizar la inscripción tenéis que mandarnos la ficha de inscripción, un currículo, una carta de motivación y trabajo personal al correo electrónico ifiv2000@gmail.com

El programa y la ficha de inscripción los podréis solicitar al correo:

Las plazas son limitadas y se contactará con los y las seleccionadas para informarles de su admisión y poder así formalizar la matrícula a finales de Julio 2020.

El diplomado de postgrado en traumaterapia sistémica infanto-juvenil es una formación dirigida a psicólogos, psiquiatras, médicos, pedagogos, psicopedagogos, trabajadores sociales y modalidades afines para poder trabajar psicoterapia, en contextos laborales donde puedan realizarse evaluaciones e intervenciones de carácter terapéutico y/o psicoeducativo, con menores de edad que han sufrido abandono, malos tratos, negligencia y diferentes tipos de violencia. Éstos suelen presentar, con alta probabilidad, trastornos de apego y traumas crónicos, tempranos y complejos. Esta formación se apoya en los cuatro dominios de la intervención con niños, niñas y adolescentes: apego, trauma, desarrollo y resiliencia.

En este diplomado se aprende a aplicar el modelo comprehensivo de intervención terapéutica para la traumaterapia sistémica infanto-juvenil diseñado por Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan. Esta formación empezó el año 2004 en Barcelona.

La formación contempla tanto el aprendizaje de los conceptos y conocimientos provenientes de la neurociencia, la psiquiatría, la psicología y la psicoterapia, articulados y diseñados en un modelo propio, adaptado al sufrimiento infantil, tanto de evaluación como de intervención, que por encima de todo es respetuoso con el niño, niña o adolescente, como de las técnicas y metodologías de intervención terapéutica necesarias para trabajar desde La Base, compuesta por el contexto social-afectivo del niño/a, y en cada uno de los tres Bloques de tratamiento que se contemplan y que siguen una lógica de aplicación neurosecuencial.

Finalmente, la formación da espacio al autoconocimiento y trabajo de la persona del terapeuta, pues el niño/a o el adolescente desarrolla su proceso de sanación emocional en la interacción y relación con aquél.

El programa formativo consta de dos ciclos.

El primer ciclo se compone dos niveles (I y II) En el primer nivel se accede a los conocimientos teórico-prácticos para el desarrollo del modelo de evaluación comprensiva del sufrimiento infanto-juvenil de Barudy y Dantagnan, necesaria para poder intervenir con los niños y adolescente afectados por los malos tratos. El segundo nivel consiste en compartir la metodología de actuación en traumaterapia, considerando la Base (el trabajo específico con los referentes y su contexto), y los Bloques de trabajo, objetivos, indicadores, técnicas y herramientas terapéuticas para el tratamiento de los niños. Todo esto para ser aplicado en contextos profesionales diversos, como centros de acogida, trabajo con familias acogedoras y adoptivas, etc.

El segundo ciclo, consiste de un acompañamiento profesional y personal individualizado para psicoterapeutas a través de seminarios teórico-prácticos y sesiones de supervisión individual y grupal. Este segundo ciclo es de carácter optativo y sólo podrán acceder los alumnos y alumnas que hayan realizado el primer ciclo.

Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan
Participan como docentes el Dr. Jorge Barudy, psiquiatra y psicoterapeuta de familia y co-director del IFIV de Barcelona; Maryorie Dantagnan, psicóloga, psicoterapeuta y codirectora del IFIV de Barcelona; María Álvarez, psicóloga y psicoterapeuta del IFIV de Barcelona; Verónica Reyes, psicóloga y psicoterapeuta del IFIV de Barcelona; Rafael Benito, psiquiatra y psicoterapeuta; Tatiana Caseda, psicóloga y psicoterapeuta; José Luis Gonzalo, psicólogo y psicoterapeuta y coordinador del programa en Donostia; Carolina Saavedra, psicóloga y psicoterapeuta y coordinadora del programa de formación en Viña del Mar (Chile) y Melisa Jacobs, psicóloga y psicoterapeuta de Viña del Mar, Chile.

jueves, 14 de mayo de 2020

Vídeo-entrevista de la técnica de la caja de arena aplicada a la Traumaterapia (nivel 2)

El pasado jueves día 7 de mayo mantuve una entrevista, la segunda, con la psicóloga Yolanda Pastor, del Centro Grafo´s Gestalt Vitoria, en la que dialogamos sobre la técnica de la caja de arena y su aplicación con pacientes que presentan trauma complejo.

Es un vídeo resumen adecuado para hacerse una idea de lo que abordamos y tratamos en el segundo nivel de los talleres de la caja de arena.

En el mismo hablamos sobre qué es el trauma complejo, los contenidos que se abordan en el taller; la necesidad de tener un modelo de terapia sobre el que sustentar la intervención técnica (en nuestro caso, es la Traumaterapia de Barudy y Dantagnan); la importancia de mantener la armonía relacional y la conexión con el paciente; por qué considero que un taller de la caja de arena debe ser presencial (o al menos tener una parte presencial y vivencial); y de lo que se llevará de este taller todo profesional que se apunte al mismo. Es necesario para cursarlo hacer antes el nivel 1 y tener experiencia y formación en el ámbito del trauma. Dirigido principalmente a psicoterapeutas.


Antes de usar la caja de arena hay que cursar formaciones y practicar habiendo hecho por lo menos la propia caja de arena y acompañando a otra persona en la exploración de la suya. 

Las fechas concretas de los talleres: 
Si quieres recibir información en tu mail, escribe a esta dirección:
joseluis@joseluisgonzalo.com
Te enviaremos información sobre fechas, lugares y organizadores.

La celebración de los talleres está supeditada a la seguridad existente a nivel sanitario para que puedan celebrarse.

La caja de arena y la traumaterapia


miércoles, 13 de mayo de 2020

Vídeo de la Conferencia-tertulia de Rafael Benito Moraga sobre el Trastorno del Espectro Alcohólico Fetal (TEAF) en la Escuela de Familias Acogedoras y Adoptivas Colaboradoras.

Rafael Benito Moraga, psiquiatra, terapeuta de familia y experto en neurobiología del trauma y el apego, miembro del equipo docente del Postgrado de Traumaterapia Infanto-juvenil Sistémica de Barudy y Dantagnan, pronunció una conferencia y mantuvo, posteriormente, una tertulia con la Escuela de Familias Acogedoras y Adoptivas Colaboradoras sobre el Trastorno del Espectro Alcohólico Fetal (TEAF) 

Es importantísimo sensibilizar todavía a muchos profesionales sobre este diagnóstico, y a la sociedad en general, habida cuenta de que es un factor, entre otros, evitable que afecta a la capacidad de bioregulación del niño, junto con otros problemas físicos, de conducta y del aprendizaje que pueden ser crónicos, aunque tratables. La labor de prevención es enorme, y también de diagnóstico precoz para poder ofrecer al niño y a las familias los tratamientos psicológicos, educativos y médicos, así como las medidas de carácter social que puedan necesitar.

Gracias a la Escuela de Familias Acogedoras y Adoptivas Colaboradoras por brindar esta oportunidad para que todos/as podamos aprender de la mano de un especialista como Rafael Benito que, además, sabe explicarlo y transmitir muy bien.

Os dejo con el vídeo que la Escuela ha subido a internet y os invito a que estéis atentos a las actividades de la misma en este enlace:




lunes, 11 de mayo de 2020

"Porqué importan las historias", por Francisco Javier Aznar Alarcón, psicólogo clínico.

Firma Invitada
Francisco Javier Aznar Alarcón
Psicólogo Clínico




Francisco Javier Aznar Alarcón. Psicólogo Clínico, máster en terapia familiar, máster en neurociencias. Es el director del Instituto de Psicoterapia Relacional y Narrativa. Acreditado como psicoterapeuta y supervisor por ASEPCO (FEAP) y como terapeuta familiar y colaborador docente (FEATF). Además, es miembro de ISPCAN, ISTSS y de IAN-E. Actualmente trabaja en la práctica privada en psicoterapia, y en la supervisión y formación a profesionales que trabajan en contextos de dificultad (especialmente trauma). Su punto principal de interés es la aplicación de la psicología narrativa y la teoría del apego a la psicoterapia.

Presentación. Por José Luis Gonzalo

Agradezco enormemente a Francisco Javier Aznar Alarcón que haya aceptado participar generosamente en el blog como firma invitada. Él, como todos y todas los/as invitados/as anteriores lo hace porque además de gustarle compartir desinteresadamente, ama su profesión y le motiva trabajar por el bienestar y la salud integral de los niños y los jóvenes. Este artículo, al igual que todos los que he ido presentando a lo largo de la historia del blog, está escrito con dedicación, erudición y cariño. Los profesionales que participan en este blog saben que los artículos que se publican aquí son de gran ayuda en vuestro trabajo con las familias. Y el respeto y compromiso con vosotros/as es total. Por ello, este torrente de desprendimiento hay que resaltarlo y AGRADECERLO con mayúsculas. Sé que lo hacéis. Pero creo que merece, una vez más, que lo remarque. 

Nuestro invitado de hoy, Francisco Javier Aznar, es un psicólogo clínico que ama con pasión su profesión y la literatura. Ambas, además, tienen muchos nexos y territorios comunes en los que se pueden encontrar. Javier está especializado, entre otras áreas, en terapia relacional y narrativa. De la enorme importancia de la narrativa en la vida de las personas y en especial en las vidas, a veces marcadas por el trauma, de los niños y jóvenes, nos habla Francisco Javier en este post magníficamente escrito, en el que nos regala una preciosa síntesis entre narrativa, apego, psicología y trauma. Allí donde se juntan estas tres disciplinas, habita conceptualmente este artículo. Hacía falta que una persona del talento de Javier lo escribiese con la riqueza y belleza literaria con la que él es capaz de hacerlo. Francisco Javier profesa auténtica devoción a su profesión, a los libros y a la cultura en general. Soy testigo de lo escrupulosamente trabajado que está este artículo.

Seguía a Francisco Javier Aznar por redes sociales desde hacía bastante tiempo. Nos conocimos en A Coruña, en Galicia, en octubre de 2017. Él formaba parte del comité organizador de la International Attachment Iberoamericana para el congreso que allí se celebró. Me invitó a impartir un taller sobre la caja de arena precongreso. Tuve la oportunidad de darle un abrazo, compartir el congreso (escuchar la magnífica conferencia que junto con Nacho Serván pronunció sobre terapia narrativa) y también mesa y mantel, gran acogida que nos dispensaron a todos en la bella ciudad gallega. Desde entonces nos hemos mantenido en contacto por redes y mail, y puedo disfrutar de sus artículos y escritos. Los últimos que nos ha regalado en Facebook durante el confinamiento sobre narrativa y trauma son una delicia literaria, pura delicatessen. 


Porqué importan las historias. Por Francisco Javier Aznar Alarcón


«Estas pequeñas historias son con lo que los seres humanos conducen lo caótico de las experiencias. Sabemos cómo funcionan. Son el conocimiento del que no tenemos conciencia pero hace posible la vida. No tenemos que preocuparnos por nuestros movimientos o nuestra interacción con el mundo porque tenemos absoluta confianza en estas historias.»

Mark Turner

«Un relato no es el retorno al pasado, es una reconciliación con la propia historia.»

Jerome Bruner

Nos cuenta Umberto Eco que los niños aprenden el mundo a través de dos caminos. El primero, el del aprendizaje por ostensión, es el que se da cuando un pequeño le pregunta a su madre qué es un perro y ella se lo muestra. En este camino, lo interesante es cómo el niño es capaz de generalizar este aprendizaje y ser capaz de identificar después a otros animales como perros, si acaso equivocándose por extensión (añadiendo algún animal que no se corresponde con la categoría) mientras la sigue refinando. El segundo es el de aprender a través de una historia, como cuando para explicar qué es un veterinario contamos la historia de lo que hace. Este segundo camino está íntimamente ligado a nuestra evolución como especie, y su ubicuidad lleva a Eco a la hermosa idea de que el saber se difunde a través de las historias como semillas que se plantan, luego germinan, maduran, generan nuevas semillas… en una iteración que seguirá expandiéndose.

Sin embargo, y a pesar de mi querencia natural por las historias, voy a proponer que nos detengamos en el aprendizaje por ostensión, en la forma en que construimos las categorías que son el andamiaje de nuestro conocimiento, para apuntar a que ambos caminos tienen una relación mucho más estrecha de lo que parece y, si el lector nos tiene la suficiente paciencia, espero poder mostrar la importancia de esto para entender y atender con una mirada narrativa al trauma relacional.

Nuestra experiencia del mundo se construye en nuestra interacción con él, en el efecto de la relación entre nuestro cuerpo y lo que nos rodea, en un proceso de ajuste contínuo. Los eventos de los que participa el cuerpo del bebé son la base más primitiva y básica de nuestros conceptos sobre el exterior y sobre nosotros mismos. Llevarse los dedos a la boca, gatear y desplazarse, agarrar un objeto, golpearlo y verlo alejarse, la resistencia del material a su tacto, ser acunado en busca de calma, van armando pequeños esquemas de acción imaginarios, como piezas de mecano, con capacidad para enlazarse entre sí formando piezas cada vez de mayor complejidad. A medida que se combinan y se suman más de estos esquemas, y aumenta la flexibilidad y creatividad de su mixtura, van constituyendo un cada vez más rico y complejo mapa del mundo que empezó a formarse desde el mismo momento en que nuestros sentidos se abren a él. Desde un punto de vista cognitivo me atrevería a sugerir que hay dos movimientos básicos y centrales que cimentan el desarrollo de nuestra capacidad para comprender los eventos: encontrar algo conocido o familiar en aquello que nos es extraño o novedoso, encontrar algo nuevo, insospechado, en lo que nos es conocido.

Nuestra mente es analógica. Es decir, cada vez que aparece algo inusual, necesitamos saber cómo actuar con ello y tal necesidad nos lleva a aproximarmos buscando encontrar alguna similitud, en la forma o en la función, con algo con lo que ya nos sentimos familiarizados y, a partir de establecer una analogía, o lo que es lo mismo, meter ambos objetos, o ambas situaciones, en la misma categoría, comprender cómo actuar con él. En el juego simbólico, en el como si, los niños nos muestran continuamente este proceso, como cuando usan pañuelos de papel de color blanco como camillas de hospital y colocan a sus muñecos en ellas para ser curados. Lo hace el niño o la niña que, después de haber visto una película del far west, intenta montar sobre su mascota. A través de la analogía constituida por los elementos en común (animal doméstico, cuadrúpedo, colaborador con el humano) el niño actúa con el perro como ha visto hacer con el caballo. Sus padres, al impedírselo, le ayudan a afinar su percepción señalando lo qué es diferente en esa familiaridad que acaba de construir (tamaño más pequeño, y también que el perro no tardará en mostrar su descontento con el juego). Lo hace cuando representa objetos, personas y escenas dibujándolas, y traslada las características de los elementos conocidos a su representación en el papel. El desarrollo de este proceso, aunque guiado por el incesante hambre de sentido de los niños, es profundamente relacional, porque el salto que a veces se debe dar para entender la circunstancia que afrontan, ligarla a un fenómeno familiar, supera la precoz capacidad del menor, y exige la guía de un adulto que pueda ayudar a construir el puente entre ambas situaciones.

Así, nuestro conocimiento del mundo se sostiene sobre esas primeras y básicas experiencias físicas, a través de familiarizarnos con lo desconocido (y extrañar lo que nos es dado por sabido, como veremos más adelante). Sé cómo usar un libro por mi experiencia con los libros que he leído anteriormente. Aún con un mayor grado de complejidad, sé reconocer el género literario del libro, algo que es de un mayor rango de abstracción. Sé cómo actuar frente a un libro electrónico, a pesar de que no hayan páginas reales que pasar. Sé cómo abrir una puerta por mi experiencia con otras puertas. Y en un mayor nivel de complejidad, sé cómo abrir una puerta dibujada en un videojuego porque sé abrir puertas en la vida real, y uno ambos objetos (aun cuando sé que la puerta en el ordenador no es una puerta sino un conjunto de píxeles organizados con cierta configuración que nada tiene que ver con una puerta real) dado que soy capaz de ver sus aspectos en común y categorizarlos de la misma manera. Este proceso está tan entretejido con nuestra forma de experimentar el mundo que autores como Mark Turner o George Lakoff nos han mostrado que la proyección de nuestras pequeñas historias espaciales personales sobre los eventos (como el hecho de que soy capaz de desplazar un objeto, empujarlo, izarlo, bajarlo, lanzarlo, retenerlo, o de moverme a mí mismo) y la combinanción de varias de ellas entre sí es lo que nos permite construirlos y entenderlos de una manera compleja. Las huellas de esas experiencias corporales básicas se descubren en el lenguaje, en la forma en que hablamos, y las encontramos continuamente. Expresiones como «las lecciones que nos ha dejado esta crisis» (donde «la crisis» toma el papel de agente y actúa como un mensajero que voluntariamente deja un mensaje útil para el futuro, «las lecciones»), entender la expresión «lo que el viento se llevó» («el viento» es el agente y la acción proyectada de agarrar algo y desplazarlo fuera de nuestro alcance lo que nos permite entender, por analogía, que hablamos de cosas que se nos han escapado sin que podamos recuperarlas), o «cazar una idea al vuelo» (donde la idea se mueve como un pájaro, y el entendimiento de la idea es una acción basada en la pericia -la puntería- y en la velocidad), serían incomprensibles si no se construyeran sobre esas experiencias físicas, esos esquemas de acción imaginarios. Observar esta continua transformación de eventos (lo que ocurre) en historias (alguien hace algo con algún fin, con una motivación de orden psicológico) es lo que ha permitido a Turner proponer que tenemos una mente literaria. 

Esto mismo ocurre en las interacciones sociales, en las que podemos aventurar cómo actuar en base a nuestra experiencia con situaciones sociales previas, y más simples, que se asemejan. Nacemos en un nicho ecológico narrativo, rodeados de historias que nuestros adultos nos cuentan, y se cuentan, proyectando sus fantasías, deseos y temores en nosotros, lo que nos llevará, muy pronto, a vivir en un mundo de representaciones. Ponen palabras a nuestros actos, nos inventan motivaciones y atribuyen sentimientos, ficciones que se acabarán encarnando cuando, con el tiempo, aprendamos a contarnos historias para dar también sentido a nuestros propios actos y justificarlos. Antes de esto, antes de acceder al lenguaje, los bebés llegan al mundo ávidos de encontrar patrones sobre los que se basará su comprensión del mundo y de sí mismos. La danza de nuestras interacciones, repetitivas y predecibles, ser acunados, abrigados, levantados, exaltados por el juego, aseados, alimentados, llevados a dormir, consolados ante el dolor, guioniza nuestras vidas, para bien y para mal, de forma narrativa, y esculpe los eventos que vivimos como episodios que tienen un inicio, un nudo y un desenlace; episodios vertebrados en torno a las motivaciones que inferimos a los demás y a nosotros mismos. Las historias nos sostienen, por tanto, aún antes de que accedamos al lenguaje, siendo el andamiaje sobre el que se construirá nuestra memoria en sus diferentes formas.

Aprendemos de las historias y parábolas porque proyectamos las relaciones que nos muestran entre acciones y protagonistas a otras situaciones de nuestra vida que mantienen alguna semejanza y, a través de la analogía, las categorizamos como elementos de un mismo conjunto. Construimos metáforas porque establecemos puentes entre elementos aparentemente dispares, explorando (o creando) relaciones profundas que expanden nuestro conocimiento del mundo. Esto es encontrar algo conocido en lo novedoso. Pero también, para poder expandir mi conocimiento, debo ir algo más allá, explorar las diferencias entre eventos que pertenecen a una misma categoría para refinarla y hacerla más compleja (como hacemos conforme vamos construyendo distinciones cada vez más sutiles entre emociones y sentimientos, y al separar ramas de la emoción troncal «tristeza», como la nostalgia o la melancolía, obtenemos un paisaje sentimental más complejo y rico en matices), probar nuevos abordajes, nuevas perspectivas (como en una ilustración del genial Tom Gauld en la que una Hada Madrina feminista transforma, para Cenicienta, la fregona y el cubo en una carrera profesional gratificante y una cuenta corriente para que se case solo si quiere, cambiando nuestra comprensión global del relato y su moraleja). Abandonamos analogías superficiales para encontrar patrones y relaciones más profundas (lo hacemos cuando discutimos la analogía propuesta por los políticos más reaccionarios «un emigrante es un virus» y activamos el marco de que «nuestra solidaridad es nuestro sistema inmunitario, porque todos somos partes de un mismo cuerpo». Esto es encontrar lo novedoso en lo conocido.



Ahora bien, lo que encarna, lo que da vida a este proceso, es su correlato emocional, que también tiene una estructura narrativa. La teoría del apego nos muestra la dimensión afectiva de esta visión cognitiva: ante lo desconocido se nos abre la necesidad de vincularnos con una figura a la que consideramos más fuerte, más capaz o más sabia y que nos ampare. Desde la seguridad que nos brinda, podemos lanzarnos a explorar la novedad y familiarizarnos no solo con ella, sino con nuestra capacidad para afrontar los retos que nos suponga, con la conciencia de que si la dificultad nos supera podemos volver a ese refugio, al puerto seguro de nuestras figuras de apego o, ya habiendo crecido, a su representación en mi mente. Pero estos movimientos son una danza delicada que depende de la calidad de su mutua sincronía. Si como cuidadores ofrecemos experiencias y relaciones distorsionadas con respecto a las necesidades evolutivas de los menores les forzamos a adaptarse a tales circunstancias. Las analogías con las que tendrán que actuar sobre el mundo y con ellos mismos serán extremas, o alejadas de las que podrían construir bajo un desarrollo evolutivo óptimo. Es decir, proyectarán sobre los acontecimientos que atraviesen las formas de su experiencia distorsionada, como gafas con las que leer sus vivencias y relaciones. Las experiencias traumáticas o los cortocircuitos en sus relaciones de apego determinarán el tipo de moldes narrativos con los que entender la vida y, en muchos casos, serán eslabones encadenados en la propia historia de daño de sus padres. Como ha sugerido Ted Cohen, comprender al otro supone pensar en uno mismo como otro. Esto es, busco descubrir cómo se ven las cosas desde la perspectiva de otro, y sentirlas luego como son sentidas cuando son vistas de ese modo, tarea que no podemos hacer sin invertir nuestro yo. Para ello, construimos escenarios narrativos en nuestra mente con los que dar sentido a la conducta de los otros, y la propia, es decir, nos contamos una historia, y esa historia implica una toma de posición. Por eso no es inocua la forma en la que contamos las cosas. Por eso, las palabras crean mundos.

Al unir los dos correlatos que hemos venido explorando, cognitivo y emocional, vemos que nuestra tendencia a elaborar vínculos afectivos complejos y nuestra capacidad para simular, en nuestra mente, escenarios también complejos, (diferentes realidades, encarnarnos en ellas, vincularlas con acontecimientos más amplios en el espacio y en el tiempo) se sostienen sobre los procesos que hemos descrito anteriormente y tienen, por tanto, un fundamental componente narrativo. Es nuestra competencia narrativa la que nos permite ponernos en la piel de otras personas, comprender sus dilemas morales, imaginar posibles sucesos futuros, afrontar la incertidumbre, así como interrogarnos por nuestras propias motivaciones y lidiar con nuestras contradicciones. En otras palabras, las historias nos enseñan qué es ser humano. 

El trauma relacional, especialmente durante la infancia y la adolescencia, colapsa la competencia narrativa. Rompe la continuidad de nuestra experiencia del mundo y nos arroja a un hambre de coherencia, a una necesidad de buscar y aceptar una narrativa que nos devuelva una imagen de estabilidad en el mundo, y en nosotros mismos. Esta necesidad expone a quienes sufren tal situación a una mayor receptividad a los relatos que les rodean, provocando la terrible paradoja de verse dependientes de la retórica con la que los victimizadores (o una cultura que acepta y ritualiza el daño, o que culpa a la víctima, o que la invisibiliza) justifican sus propias acciones. El fenómeno resultante es una «disyunción narrativa» que se da a al menos a dos niveles: el más básico es un desvío en los procesos de encadenar los esquemas imaginarios de acción que hemos descrito anteriormente, y que afecta a nuestra capacidad para completar las informaciones fragmentarias, hacer inferencias y aventurar hipótesis. De ahí que las reacciones más básicas de las víctimas puedan estar conectadas con sus experiencias traumáticas de una forma que pasa desapercibida para su entorno, y la aparente distorsión de su respuesta nos haga atribuirles cuadros psicopatológicos o trastornos de personalidad. El nivel más inclusivo es el de la comprensión global de la propia biografía, de la que dependen el sentido general de sus experiencias, su identidad, y la constitución y sostenimiento de sus
proyectos de vida. La disyunción narrativa puede manifestarse como desintegración narrativa, como dominancia narrativa y como exclusión narrativa. Las dos primeras han sido descritas por Neimeyer y Tschudi (2003), mientras que a la tercera le hemos mostrado atención nosotros (Aznar y Varela, 2018). En la desintegración narrativa los acontecimientos traumáticos rompen la coherencia de las asunciones sobre el mundo, socavan las creencias de la víctima sobre la predictibilidad, justicia y esencial benevolencia de la vida tal y como ha sido vivida hasta ese momento, o como la viven otros menores con los que pueden compararse. Uno de los concomitantes del encuentro con tales eventos es la disrupción del sentido de la continuidad autobiográfica, el enfrentarse con que la construcción que se ha ido levantando de la visión de uno mismo se transforma radicalmente con respecto a la que se había desarrollado hasta ese momento, generando una devastación de la construcción pretraumatica del self que podría verse recogida a la perfección en las palabras que Umberto Eco vierte en su novela La misteriosa llama de la reina Loana: «Creo que es lo que hace un pianista, toca una nota y prepara ya los dedos para darle a la tecla que ha de seguir. Sin las primeras notas, no llegas a las últimas, desafinas, y puedes ir de las primeras a las últimas sólo si en tus adentros, de alguna manera, ya está la canción completa. Yo la canción completa ya no la sé. Soy… como madera que se está quemando. Se quema pero no tiene conciencia de cuando era un tronco intacto, no sabe siquiera que lo era ni cuándo empezó a arder, y tampoco podría saberlo. Así pues, se consume y eso es todo. Yo vivo en pura pérdida.»

En la dominancia narrativa, un marco narrativo hegemónico coloniza la voz de la víctima, silenciándola, e imponiéndole una visión de sí misma y de sus experiencias que impide la expresión de su dolor o la victimiza haciéndola responsable de su propio daño, y le impide el desarrollo de aspectos positivos de su self que son negados e invisibilizados. La forma en la que las acciones son rotuladas distorsiona los esquemas con los que los menores pueden construir los acontecimientos corrompiendo, a un nivel muy básico, los cimientos sobre los que luego podrán construir las narrativas con las que entender sus acciones y las de los demás. Los pacientes nos manifiestan a menudo el influjo de narrativas distorsionadas sobre su agentividad cuando se autoinculpan de haber propiciado el maltrato con su conducta, o de haber alentado el incesto por su necesidad de afecto o cercanía con el abusador. Lo hacen en la confusión sobre sus propias motivaciones cuando les han dicho que sus padres les pegaban porque les querían, o para hacerlos más fuertes, o para doblegar la maldad que el menor lleva adentro de sí. Una paciente abusada por su padrastro nos contaba que éste se justificaba diciéndole que todos los padres lo hacían con sus hijas para que estuvieran preparadas para cuando tuvieran pareja. Cuando una adolescente quiso denunciar el abuso de su hermano mayor, su madre la frenaba diciéndole que a veces uno tiene que sacrificarse por el bien de la familia. Estas narrativas pueden distorsionar el impacto de los acontecimientos vividos cuando se le ha quitado importancia al daño sufrido, o se les acusa de no querer dejar el pasado atrás. Incluso mensajes bien intencionados y muy aceptados en nuestra cultura como «tienes que perdonar» o «eso ya pasó, tienes que dejarlo atrás y centrarte en el presente» pueden implicar una velada y no intencionada acusación a la víctima que responde, en realidad, a la dificultad del que escucha para aceptar el daño real que han sufrido estos niños y niñas y que les devuelve la idea de que no lo hacen bien y que nos perjudican con su búsqueda de ayuda para integrar su experiencia traumática y darle sentido, o que hay algo intrínsecamente defectuoso en ellos por no poder cancelar su experiencia con el daño. 

Ambos fenómenos, desintegración y dominancia, en la medida en que colonizan la visión que la víctima tiene de sí misma y de su experiencia, y al proyectarse en las relaciones que ésta puede tratar de desarrollar fuera del entorno victimizante, inciden en generar la tercera forma de disyunción, una exclusión narrativa que es a la vez subjetiva (partes de mi experiencia que quedan desprovistas de sentido porque no son puestas en palabras ni compartidas, emociones, sentimientos, incluso reacciones corporales que quedan amputadas de la experiencia de continuidad de la vida) y relacional (la restricción de oportunidades de acceder a relaciones reparadoras causada tanto por el control de los victimizadores como por el temor de la víctima que intuye que será rechazada si intenta compartir la parte oscura de sus experiencias). Tal colapso de la función narrativa empobrece sus posibilidades de desarrollo cognitivo y afectivo, y las condiciona a entender sus relaciones con el mundo y consigo mismas a través de las analogías del trauma, más allá de su conciencia, en la urdimbre en la que tejen sus propios relatos. E.Tulving encontró las palabras precisas con las que describir este fenómeno y entender por qué el trauma, lejos de convertirse en un recuerdo, sigue imponiéndose sobre la percepción de la cotidianidad para las víctimas: «cuando recordamos nuestras mentes viajan al pasado, mientras están sostenidas en el presente. Pero sin una base sólida, el presente no viaja hacia el pasado, sino más bien el yo pasado efectivamente llega a ser o toma el lugar del yo presente» (Tulving, 2005).

El trabajo con trauma tiene que estar informado por la evidencia científica y en diálogo con todas las disciplinas, desde las neurociencias a la filosofía, que nos puedan brindar guías de acción y formas de entender el malestar de las víctimas y de responder brindando seguridad, esperanza y sentido. Sin embargo, el elemento fundamental del trabajo sigue siendo el de un artesano en su taller, destejiendo y volviendo a tejer la urdimbre de las narrativas con las que víctimas, adultas y menores, tratan de captar y dar sentido a su experiencia del mundo y a sí mismas. Hay que prestar atención a los términos narrativos con los que sostienen el conjunto de su vida y su identidad a lo largo del tiempo, porque esta comprensión, parcial y distorsionada, condiciona el trato que se conceden a sí mismas y el horizonte de futuro hacia el que se dirigirán. Esta labor implica confrontar la tiranía de las disyunciones narrativas desafiando las historias que les han contado y proponiendo otras que permitan contrastar las acciones de los personajes, sus motivaciones, las restricciones sobre con quién hablar o de qué hablar, las amenazas a su integridad o a sus seres queridos, los mensajes distorsionados sobre sus sentimientos y sobre su dignidad. Pero, volviendo al inicio de este escrito, hay una tarea aún más íntima, más allá de las palabras, la de llevarles a la inmersión en prácticas de relación reparadoras, empezando por la del propio profesional. Esta es la parte que compromete de una manera más profunda a la propia persona del terapeuta. Esos esquemas imaginarios de acción, estructuras narrativas previas al acceso al lenguaje y situadas fuera del alcance de la conciencia, son las columnas sobre las que se sostiene la bóveda de las narrativas más amplias y explícitas, su estructura cognitiva y emocional. En la terapia se manifiestan en nuestras reacciones y en la historia implícita que cuentan nuestros actos, en el juego, en las representaciones artísticas, en las ensoñaciones, en los momentos de cólera, de miedo, de silencio o de disociación, en la propuesta de relación que a cada momento se le ofrece al terapeuta. Y la comprensión profunda y aceptación de todos estos aspectos de las víctimas, la atención a la resonancia emocional que producen en nuestra propia narrativa personal, la respuesta que ofrezcamos paso a paso, nuestra capacidad para reparar la relación cuando no hayamos comprendido qué nos están pidiendo, será una nueva forma de mostrar, por ostensión, qué es un perro, qué es cuidar, qué es amar, quiénes son ellos para nosotros, quiénes pueden ser para sí mismos. A su vez, cada una de estas microhistorias sostienen su sentido en el contexto de las narrativas mayores, aquellas que nos indican de dónde viene la persona, hacia dónde va. Por eso, en su taller, el terapeuta debe ir entretejiendo ambas, alternando su atención según el material que trabaja le pide aportar un sentido más amplio o proponer otra forma de relación.

¿Por qué nos importan las historias? Nos importan porque, como ha dicho el novelista John Lanchaster, los elementos y estructuras que nos constituyen se mantienen mediante tensiones internas que se sostienen por sus significados, sus temas. O, como sugiere Cyrulnik, las experiencias vividas determinan nuestro encantamiento del mundo, aquello a lo que nos volvemos sensibles y que tiende a cautivarnos y aparecer una y otra vez, bajo diferentes formas y perspectivas, como las pérdidas, los duelos, las traiciones, la culpa, la ausencia afectiva, el desamor, el abandono, el daño. Y serán otras historias, algunas contadas, y otras ofrecidas y enhebradas en nuestra forma de construir la relación con las víctimas, las que propiciarán la posibilidad de romper tal encantamiento, tomar distancia y contarnos de nuevo. Nos importan las historias porque en ellas se sostienen las raíces de nuestro futuro.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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