lunes, 21 de febrero de 2022

Devolver a la vida a los que están marcados por un trauma: "El amor que nos cura", un relato en base al libro de Boris Cyrulnik


Devolver a la vida a los que están marcados por un trauma: 
El amor que nos cura

Por Jose Luis Gonzalo Marrodán, psicólogo.
Basándose en Boris Cyrulnik

Este artículo está dedicado a C.M.D. 
(In memoriam)

Dedicadas para los que están
abandonados

Dedicadas para los que están
con un futuro indiferente
sin un pasado sin un presente 

Dedicadas para los que están
desesperados

Dedicadas para los que están
sumidos en un sueño muy profundo
más fuera que dentro de este mundo



"No hay nada decidido de antemano", Jane Aubry


No sé de terapia de pareja, pero durante mi vida he visto varias que, habiéndose conocido desde la más tierna juventud, se han mantenido a lo largo del tiempo, superando y reinventándose tras las crisis, pero siempre sobre una base de respeto, amor y cuidado. También he podido conocer historias de jóvenes y adultos que, tras infancias traumáticas, han encontrado en el amor romántico un vínculo que les ha reparado de las heridas tempranas causadas por los malos tratos. Han convivido siempre dentro de un marco de buen trato mutuo, nunca desde una dinámica relacional destructiva que recuerda -y reproduce- desde la enactuación (Lyons-Ruth, 2008) un vínculo de apego infantil desorganizado. También es verdad que una relación de pareja donde la atracción traumática es inconsciente y cada miembro de la diada trata de ventilar o depositar traumas no resueltos con sus figuras de apego, puede ser una experiencia tremendamente dolorosa y perjudicial. Son relaciones tormentosas de las que hemos tenido conocimiento, por ejemplo, en el mundo del cine y la cultura. Tal es el caso de Elisabeth Taylor y Richard Burton; o más actualmente Madonna y Sean Penn. Tienen un vínculo malsano que no es fuente de bienestar sino, al contrario, afecta a la salud física o mental. Y es que nada puede abrir más en canal un trauma de apego infantil que una relación de pareja, pues los códigos afectivos son similares, añadiéndose el componente de la atracción sexual adulta.

Sin embargo, hoy me referiré a las historias de amor que permiten a las personas sanar e incluso superar un trauma infantil. He visto en mi consulta, en terapia, muchos adolescentes que encontraron en un otro una relación tan amorosamente reparadora que emocionaba escuchar el relato de como ese vínculo les había ayudado a despertar al amor a quienes estaban severamente traumatizados. De esto precisamente versa uno de los muchos libros que el gran Boris Cyrulnik ha publicado. Lo titula, precisamente, “El amor que nos cura”



Portada del libro de Boris Cyrulnik
"El amor que nos cura"


En este libro, Boris Cyrulnik nos cuenta “cómo el amor de pareja puede devolver a la vida a quienes están marcados por profundas heridas a causa de antiguas experiencias traumáticas. Es el milagro afectivo que trae consigo el amor en la pareja. Aquellos que han padecido graves maltratos y humillaciones, encuentran la posibilidad de redefinir el sentido del dolor por sus propios medios afectivos gracias al vínculo que supone el encuentro y el inicio de una relación amorosa”.

Dice Cyrulnik “que la fuerza que orienta el curso de las cosas en un sentido u otro -se refiere a sanar un vínculo o, por el contrario, a desgarrarlo aún más- es una conciliación de los estilos afectivos, un conjunto de fuerzas históricas y paraverbales que organiza la forma en que la pareja se mantiene unida. La vida conyugal que se organiza de este modo ofrece una posibilidad de reorganización afectiva en la que cada miembro de la pareja influye en el otro para bien o para mal. Una pareja segura permite que se aprenda un vínculo seguro mal adquirido anteriormente, lo que explica la posibilidad de resiliencia que abre el amor. Después de haber sido marcado por su entorno precoz, que le ha enseñado un estilo afectivo, la relación amorosa concede al joven una segunda oportunidad, una posibilidad de modificar las representaciones negativas de sí mismo que haya adquirido en el transcurso de su infancia, dándole incluso la posibilidad de dejar de ser un delincuente mediante la implicación en un nuevo tipo de socialización”.

En este excelente libro -entre otros muchos interesantes aspectos que no podemos trasladar aquí por cuestiones de espacio-, Cyrulnik explica que “los jóvenes que volvieron de los campos de concentración se casaron con urgencia, tan pronto como regresaron a la vida. Estos matrimonios precoces entre supervivientes recibieron el nombre de ´matrimonios de la desesperación´. Las numerosas investigaciones efectuadas sobre este asunto subrayaron la extrema sensibilidad de los contrayentes, la dolorosa facilidad con la que todo acontecimiento reciente evocaba su pasada desgracia y el efecto prolongado de este inmenso descalabro. Sus hijos tuvieron que desarrollarse en contacto con unos padres aún heridos, lo que les obligó a hacerse responsables de sus mayores, cuya debilidad percibían, a una edad muy temprana. ¿Podemos hablar de transmisión del trauma?´” (…) Prosigue Cyrulnik: “estos jóvenes tuvieron un éxito mórbido. Estudiaron y trabajaron como locos porque este era el ámbito en el que menos sufrían, en el que reparaban su propia imagen y en el que recuperaban la esperanza. Este éxito mórbido ilustra la escisión, un proceso que les ofrecía un sendero minúsculo para poder recuperar fuerzas mientras aún se hallaban al borde del abismo afectivo. No supieron amar hasta que una pareja les enseñó con dulzura el vínculo seguro que casi todos habían perdido (el 77 por ciento). Esta es la razón por la que estos matrimonios de la desesperación hayan estado llenos de esperanza y permitido que un gran número de traumatizados lograra reparar su imagen y, después, aprender a tejer lentamente un vínculo apacible…”

Ahora bien, ¿cómo se produce esta química reparadora entre parejas? En palabras de Boris Cyrulnik en su libro “El amor que nos cura”, “para que una pareja se forme debe de surgir un tiempo y un deseo y la voluntad de establecer un vínculo. Ciertas combinaciones amenazan la integridad de uno de los miembros de la pareja, mientras que otras formas permiten que se retome la evolución de un vínculo que anteriormente había sido mal tejido”. Así, haciendo gala de un gran ingenio, Cyrulnik afirma que el Señor Seguro se puede casar con la Señora Segura. Estas parejas comparten felizmente la vida cotidiana y su vínculo será leve (lo cual no es sinónimo de superficial) Pueden separarse y reencontrarse sin sufrir angustia. Sin embargo, el Señor Angustia tendrá pocas posibilidades de conocer a la Señora Angustia. De alguna manera ambos se estorban con sus sufrimientos, es como una alquimia imposible. Algo así como que los mismos polos se repelen, que sucede en la física. La Señora Angustia sí puede conocer al Señor Ambivalente, que tiene el deseo de reparar a la mujer (quizá así se repare a sí mismo también, pienso) También es posible, prosigue Boris, que el Señor Temoperder conozca a la Señora Medisgustalavida. “Esta alianza les permite evolucionar. Las parejas en las que uno actúa como terapeuta del otro no son raras. Se comportan como parejas respetables siempre y cuando sus miembros puedan volver a negociar los términos de su contrato, ya que si, por desgracia, son felices, dejarán de tener razones para seguir juntos”, concluye Cyrulnik.

He conocido varias parejas en las que esa alianza les permitió evolucionar y sostener la relación, siempre corregida y negociada como por objetivos (goal corrected) Se compensan psicológicamente de una manera en la cual la complementariedad crea roles donde hay una correspondencia que permite sentirse bien y necesitado por el otro. Yo te doy lo que necesitas, pero tú a mí también. A veces es la expectativa de que el otro se convierta en la seguridad que a mi me faltó; para personas que vivieron en el abandono infantil puede serlo, si son capaces de no vaciar y agotar emocionalmente al otro miembro de la diada, si la experiencia de amor, de respeto y seguridad que una persona ofrece es valorada desde lo real que te puede dar y no desde lo imaginario. Consistentemente, la experiencia de un vínculo amoroso de pareja incondicional y respetuoso, que cambia la mirada sobre uno mismo, puede influenciar para bien el modelo operativo interno (Bowlby, 1989) de una persona dañada emocionalmente y con historia de apego inseguro infantil. Muchas creencias pueden ser cuestionadas desde el amor de pareja. “No merezco ser amado” o “Seré abandonado” y similares pueden modificarse gracias a experiencias como la del vínculo amoroso, que contribuyen a la sanación emocional. Sin embargo, es importante que exista una diferenciación y ver al otro como un ser con necesidades y mente propia. Que el amor y las seguridad no se tornen en control, porque entonces se amaría neuróticamente y eso ya no es amor que cura. Sería una circularidad obsesiva en la que se repite un mismo guión mental traumático que no se recalifica, que no se beneficia del aprendizaje de la experiencia presente porque esta no llega al interior, ya que la persona está activada por las partes emocionales (Ogden y Fisher, 2016) que viven en el trauma. Lo que realmente se hace es reproducir este y su creencia nuclear inconsciente: “No me dejes, si lo haces será terrible” “O dame todo, sé todo para mí” Por eso, las heridas traumáticas infantiles necesitan no sólo de poderosas relaciones reparadoras (reparadoras no equivale a que otro me rescate, a una fantasía) como puede ser unas pareja que nos despierta al amor y a la confianza, en vivir la intimidad sin miedo y con seguridad; sino que precisan de una psicoterapia con un profesional motivado e informado por la teoría del apego que ofrezca un vínculo reparador y una narrativa coherente y honesta de la propia historia. 

Podríamos contar muchos ejemplos de historias de parejas que experimentaron esto tan bonito que Boris Cyrulnik nos cuenta: "El amor que nos cura". La siguiente viñeta es fruto de una combinación de elementos de muchas historias. Nos sirve como ejemplo de lo que venimos hablando en este post.

"Te quería desde antes de conocerte"
José Luis Gonzalo Marrodán

Él provenía de una familia acomodada. Como era tradición en la familia, el hijo varón mayor debía ser educado en la responsabilidad y la moral católica. Por eso, sus padres decidieron ingresarle en un internado a la edad de cuatro años… El pequeño no entendía nada y lloraba con gran angustia. Quería volver a casa y no quería quedarse con unos curas terriblemente duros y hostiles, además de desconocidos para él. El dolor del abandono se instaló en su cuerpo con fuerza. Pero de nada le valía, porque su madre, una mujer huérfana de la guerra, era fría y distante ante los lloros de su hijo. De hecho, este había llorado innumerables veces, casi hasta agotarse. Se apagaba en su cuna experimentando primero la angustia del desamor y luego la desconexión para no sufrir. Su madre había vivido lo mismo, por eso ella se distanciaba del llanto de su propio hijo y lo ignoraba al ser insensible al mismo, casi se disociaba de su bebé. El padre era un hombre recto y autoritario, cuya ideología, rigidez mental y dura educación le impedían mentalizar a su hijo. Solamente disciplinarlo, llegando al maltrato.

El hijo, cuyo nombre es Pedro, sólo anhelaba que su madre fuera a verle al internado. Sentía una herida de abandono intensa y una angustia en el pecho que le comenzó desde bebé y que nunca se le fue del cuerpo. Llegaba el día de visita de los padres, y acudía sólo su madre. Él la veía acercarse con una tableta de chocolate y corría a encontrarse con ella porque quizá le llevase consigo, pero no… Apenas darle el chocolate, apenas un qué tal, apenas un "no puedes ir a casa…" Un rostro infantil inundado de lágrimas regresaba al internado con el desorganizador sentimiento de si su madre volvería o no volvería... En aquel terrible lugar recibía palizas si no atendía o desobedecía, con lo cual el terror también se había apoderado de su cuerpo y de su mente…

Llegaron las Navidades, pasaron las Navidades… No quería volver allí, a ese internado horrible, que recordaba a los orfanatos mas dyckensianos… Un día se escapó y fue a casa… pero su padre con dureza le castigó y le llevó en un taxi al internado, en el cual entró oyendo las palabras hirientes del cura que hablaba de lo indisciplinado que era y que precisaba de mano dura. “Hagan lo que consideren necesario para convertirle en un hombre recto y de provecho” -dijo secamente el padre.

Ella era una niña que creció en un entorno rural donde existía una fuerte competencia vecinal por ser el mejor en todo y no tener ningún defecto. Los defectos eran burlados y ridiculizados con sorna por los convecinos. Sus padres eran muy trabajadores, y apenas dedicaban tiempo a Ana, que así se llamaba la niña. Ella era cuidada por un aya, tenía de todo lo material, sus padres estaban presentes en lo físico pero no suficientemente en lo emocional. Con pocos años fue trasladada a vivir con una tía abuela a la misma ciudad de Pedro. Se crió con esta, pasando cortas temporadas con sus padres, cuando acudían a verla, pues siempre estaban en sus negocios. Una niña que luchaba por ser la mejor, se sobreexigía, porque así evitaba el fantasma del ridículo en el pueblo y de ese modo conseguía ser alguien para sus padres, una forma de ser vista en lo emocional, apartando de su mente y de su cuerpo el dolor de la negligencia afectiva de sus padres. Cuando se hizo adolescente, quería casarse y encontrar un hombre que la amara para siempre y que no la dejara nunca. Quería tener hijos, siempre le gustaron los niños. 

Él se hizo adolescente también y soñaba con lo mismo: una mujer a la que amar y poder ser amada por ella. Alguien que le permitiera por primera vez no sentirse solo en la vida, que propiciara la reparación de su propia imagen, poder remendar su yo desgarrado por los malos tratos, como dice Boris Cyrulnik.

Ana con 22 años caminaba por la calle cuando Pedro, que la había visto pasar muchas veces, por fin se decidió. Él siempre fue un hombre resuelto, siempre decía que en la vida había que dar, en muchos momentos, un paso adelante. 

-Hola, ¿puedo acompañarla? La conozco de verla pasar por esta plaza, no pretendo molestarla, solo decirla que me encantaría que pudiéramos salir un día y conocernos. Con todo el respeto, me gusta usted. 

-Ella se sintió halagada y sorprendida por aquel chico moreno que tenía los ojos más tristes del mundo. Le hablaba con un respeto reverencial, con vergüenza, apocado, pero a la vez deseoso. Se sintió atraída por él y quiso conocerlo.

-Sí, puede acompañarme, voy al trabajo…-Dijo ella-.

-Sé donde trabaja… la he visto varias veces pasar para ir a su tienda, pero sólo hoy me he atrevido a dirigirme a usted. Perdone que le haya abordado así pero es que no sabía…

-Tranquilo, caminemos juntos y cuénteme donde vive, quién es, dónde trabaja…

Resulta que las familias se conocían. El otrora niño del internado se había convertido en un joven solitario, atormentado por la angustia de no ser querido en su hogar por sus propios padres, fracasado en los estudios pero con una voluntad innegable para trabajar. La niña Ana había conseguido culminar el Bachiller pero su padre no le permitió seguir estudiando y le obligó a trabajar en una tienda que él había abierto y la necesitaba para regentarla. Ana y Pedro querían irse cuanto antes de su hogares y veían en el matrimonio una salida a su desesperación. 

Cuando Pedro paró a Ana por la calle, la atracción surgió de inmediato. Ella le permitió seguir viéndose y conociéndose. Compartían muchas afinidades, entre ellas la pasión por las películas románticas de los años 50. El cine se convirtió para cada uno de ellos en un auténtico tutor de resiliencia (Cyrulnik, 2020) que daba sentido a lo que vivían. También la música clásica, sobre todo, Chopin. Pedro le regalaba discos de este compositor, el más romántico de todos los tiempos; le escribía dedicatorias pasionales en las que expresaba su deseo de no separarse nunca y su amor desesperado, muchas veces. La composición que más les gustaba era Tristesse. Ambos compartían la tragedia que subyace al amor romántico y la idea de que este podría, de alguna manera, ser inmortal. Un día ambos coincidieron en un concierto de Rachmaninov, y siempre recordaban este momento tan especial en sus vidas: se saludaron en el descanso del concierto, les hubiera gustado mucho abrazarse y besarse en ese marco tan bello del Teatro Victoria Eugenia, con la música del genial compositor ruso de telón de fondo, pero eso en aquella época estaba prohibido…

Concierto para piano y orquesta nº 2 de Rachmaninov, arrolladoramente romántico


Y es que el suyo tenía visos de ser un amor prohibido. Las familias no veían con buenos ojos que se casaran; eran demasiado jóvenes, decían. La imposibilidad acrecentaba su amor y su deseo, el cual no podían culminar sexualmente. La moral religiosa sancionadora ejercía su papel cual sádico super-yo y sentían gran culpa, aparte de que se exponían al escándalo social. Las familias no alentaban que se viesen, ellos lo hacían a escondidas, sin dinero para ir a ningún lado… Pedro recuerda pedirle dinero a un empleado de un garaje para no tener que estar con Ana en la Avenida de Navarra en pleno invierno…

-Sabes que te amo, como se amaban Montgomery Clift y Elisabeth Taylor en “Un lugar en el sol” Antes de que te conociese, ya te amaba – le dijo Pedro-. A ambos les fascinaba esta secuencia de la película, donde se atisbaba la imposibilidad de su amor... 

-Yo también te amo, pero ¿qué haremos? No nos dejan, ¡qué vamos a hacer…!- Lloraba ella-.

-Lucharé por tu amor y convenceré a mi padre y al tuyo. Yo ya nunca te dejaré; te prometo que estaré siempre contigo. Te cuidaré toda mi vida.

-Pero no puede ser…

-Yo te juro que será así…

Secuencia de la película "Un lugar en el sol"

Y Pedro luchó por ella y consiguió convencer al padre de Ana y a su propio padre. Al final estos vieron que el amor entre ambos era tan total que cedieron. Los veían inmaduros, demasiado jóvenes para casarse, sin experiencia… Un capricho por ambas partes acrecentado por la prohibición, algo con riesgo de caerse y de venirse abajo. Pedro incluso llevó un día a Ana a que conociera a su padre… sin avisar. Cuando ella se fue, Pedro sufrió una terrible paliza por parte de su padre, por llevar a Ana a su casa sin una petición formal. El siempre recordaba con dolor -pero a la vez no le importaba porque por Ana estaba dispuesto a todo- ese momento. Y cuando leía la novela de “Pepita Jiménez”, de Juan Valera, donde uno de los protagonistas sufre también una zurra por parte de su padre, se sentía sobrecogido y el trauma del maltrato le bloqueaba…

Se casaron, su noche de bodas fue, por fin, el momento en el que pudieron consumar su amor, aunque también fue triste porque Pedro no pudo evitar recordar la dureza de su infancia… Lloraba en los brazos de Ana y esta acariciaba su cabeza como una madre acaricia la de un niño…

Contra todo pronóstico, echando por tierra los funestos presagios de sus padres, la pareja salió adelante. Como casi toda pareja de esa época, él trabajaba en una empresa, ella en el hogar. Como no tenían dinero para un piso, tuvieron que vivir en casa de los padres de Ana, hasta que pudieron. Él trabajaba a destajo en una fundición, donde su espalda se resintió y le causó a la larga una hernia discal. Ella se dedicaba a trabajar en el hogar, con mucha entrega. Pronto llegaron los hijos, hijos de ese amor desesperado. Tuvieron tres. Les pudieron dar suficiente amor. Pedro no repitió el cruel maltrato al cual le sometió su propio padre, pero sí fue un padre estricto y que castigaba, aunque también solía ser juguetón y divertido. La madre era muy amorosa, pero en ocasiones ansiosa, los bebés le llegaban a agobiar y podía desesperarse y, a veces, no se sincronizaba bien con el mundo emocional de estos, aunque lo intentaba. Pero los momentos de ternura y amor fueron suficientes y los hijos fueron envueltos en esa atmósfera y nicho suficientemente seguro y cariñoso. 

La pareja pasó por muchos momentos difíciles, pero siempre renegociaron la relación y actualizaron el contrato de pareja. El siempre cuidando de ella, a veces con ansiedad pero sin llegar al control obsesivo. Saber que Ana le necesitaba y que era infeliz sin ella le hacía sentirse lleno y no conectar con su propia angustia. Ella se sentía muy bien sabiendo que era exclusivamente amada por él, porque así reparaba su negligencia afectiva y le compensaba. Lo malo era que Ana no le dejaba espacio para nadie más y se sentía celosa ante la aparición de terceras personas que pudieran hacer que ella no fuese el foco central de Pedro. Esto trajo como consecuencia muchas discusiones y desencuentros, pero siempre fueron capaces de reinventar la pareja y volver a necesitarse el uno al otro, negociando el contrato, como afirma Cyrulnik.

Los hijos crecieron, con un vínculo suficientemente seguro pero con rasgos ambivalentes, como buena familia aglutinada que fueron. 

Llegaron a la edad de la vejez, habiendo disfrutado de una vida plena donde lo peor por lo que tuvieron que pasar fue un accidente de coche en el que estuvo a punto de perecer el hijo menor. Pero como Ana decía, gracias a Dios, consiguió vivir. Disfrutaron mucho de los éxitos profesionales de los hijos y de un nieto que tuvieron al cual colmaron de amor y caprichos. Le regalonearon todo y más. 

Ya de ancianos, Ana quedó impedida por una artrosis. El vivía solo para ella: la cuidaba física y emocionalmente, la quería mas que nunca porque ella le necesitaba más que nunca. 

-¿No te cansarás de mi, verdad? – Le decía Ana con temor-. 

-¡Por favor, te amo como siempre, para siempre… ! ¿Acaso no recuerdas lo que te dije, hace 60 años, antes de casarnos?- Le respondió con fervor-.

-Que siempre estarías a mi lado y que nunca me dejarías, pasara lo que pasara. Porque me amabas incluso desde antes de conocerme…

-Como Monty y Elizabeth…-Le dijo Pedro mirándola a sus ojos llorosos-. 

Ambos se abrazaron y besaron… Ella lloraba durante una buena parte del día, hacía tiempo que estar postrada en un sillón le había sumido en la depresión. Él no soportaba verla llorar, se le partía el alma y hacía todo lo posible para que ella se sintiera bien. El amor de Pedro le curaba más que nunca…

Pasaron sus últimos días juntos en este mundo escuchando a Chopin, como cuando eran jóvenes. Ella tocaba el piano e interpretaba piezas del compositor polaco. Les encantaba que la rosa roja descansara en la tapa del piano, igual que en Valdemossa.


Rosa roja chopiniana sobre piano


Una mañana fría de enero, Ana se cayó al suelo fulminada por un repentino y traidor ictus cuando iba del brazo de él. Murió súbita pero dulcemente y dejó a Pedro sumido en la más profunda tristeza… Su herida infantil se abrió de par en par y le costó mucho vivir sin Ana… Casi diríase que no pudo…

- Ella me está llamando, - les decía a sus hijos-.

Poco tiempo después, Pedro se acostó una noche y no se despertó. Se fue con Ana. Al fin, se encontraron en la eternidad...  Desde que ella murió su vida ya no fue vida.

Quizá ambos no son más que polvo, más polvo enamorado. Como en la canción de Luis Eduardo Aute, que parafrasea a Quevedo, se puede decir de ellos:


Polvo serán, más polvo enamorado



No le temo a la vida y la muerte

Cuando siento en mi pecho palpitar tu corazón 

No hay poder en el mundo

Que consiga doblegarme por la fuerza a su razón

Cuando eres tierra

Cuando soy agua


(Luis Eduardo Aute)


Concluimos este post con Boris Cyrulnik: “Se da la circunstancia de que la época del enamoramiento, de la formación de la pareja, constituye precisamente un periodo sensible en el que uno reorganiza su pasado (…) ¿Quién soy yo para hacerme amar? Esta pregunta funda la pareja y establece el pacto implícito que habrá de gobernarla y darle su sentido”. El de Ana y Pedro estuvo basado en un amor terapéutico que supieron hacer que funcionara, pese a todas las dificultades y problemas, los cuales fueron afrontando, saliendo fortalecidos en su vínculo. 

REFERENCIAS

Bowlby, J. (1989). Una base segura: aplicaciones clínicas de la teoría del apego. Barcelona: Paidós Ibérica.

Cyrulnik, B. (2010). El amor que nos cura. Barcelona: Gedisa.

Cyrulnik, B. (2020). Escribí soles de noche. Literatura y resiliencia. Barcelona: Gedisa.

Lyons-Ruth, K. (2008). Contributions of the mother-infant relationship to dissociative, borderline, and conduct symptoms in young adulthood. Infant Mental Health Journal, 29: 203-218. 

Ogden, P. y Fisher, J. (2016). Psicoterapia sensorio-motriz. Intervenciones para el trauma y el apego. Bilbao: Desclée de Brouwer.

martes, 8 de febrero de 2022

Manifiesto por una escuela empática y respetuosa

El manifiesto que a continuación podéis leer y firmar si lo deseáis, surge por iniciativa de la  Asociación de Regional de Familias Adoptivas de Castilla y León (ARFACyL), al tener conocimiento, a través de su presidente, Javier Álvarez-Ossorio, de la existencia de un libro titulado “Querido hijo: estás despedido”, propuesto como lectura para niños y niñas de Educación Primaria en un colegio de Valladolid (España) Me han hecho llegar dicho texto y he contribuido gustosamente a su elaboración. 

Considero que este libro no es respetuoso con el derecho de los niños/as a los buenos tratos, por lo que este blog -cuyo fin es precisamente la defensa de este derecho- y en su nombre su director, se adhiere a dicho manifiesto y os anima a que lo apoyéis con vuestra firma, contribuyendo así a su salvaguarda. 

También nos preocupa y nos indigna la visión que su autor tiene de la adopción y la acogida, como si fueran medidas de caridad y no derechos a la protección infantil.


Para poneos en antecedentes, resumiendo, en el libro del autor Jordi Sierra i Fabra “Querido hijo: estás despedido”, un niño llamado Miguel, visto su comportamiento de las últimas semanas, cada vez más caótico, unido a los problemas ocasionados por él en los meses y años anteriores, desde que comenzó a gatear y andar, y sin que parezca que vaya a ver una enmienda clara por su parte, los padres se ven en la triste pero necesaria obligación de comunicarle su despido, que será efectivo en el plazo de treinta días a partir de hoy… (sic)

Los padres, pasado dicho plazo, llevan a efecto tal medida. Ese día le entregan una carta de despido y una carta de libertad (sic). Ahí dice que, aunque el protagonista se porte mal es un buen chico (no porque los padres lo crean, sino por no cargar las tintas) Por si alguien quiere adoptarle (sic). O tiene la opción de ir a un centro de huérfanos (sic) El niño protagonista insiste que tiene padres, pero estos le responden que no tienen ningún hijo después de lo de hoy (sic) Lo dicen, al parecer, sin conmoverse ni mostrar emoción alguna. 

Miguel deambula por la calle y va a un parque. En un momento, el niño tuvo ganas de echarse a llorar. Una amiga suya llamada Mar le trae un bocadillo de queso. Se dice en la lectura que a ella nunca le despedirían porque es un trozo de pan (sic) El niño queda en la calle y no tiene a dónde ir. Se encuentra con un anciano que le dice que debe haber hecho cosas muy gordas para ser despedido, que no cree que sea por ser un ángel (sic) Se encuentra después con su padre y este le dice que su madre le ha echado de casa. El padre le dice que esas cosas pasan y no se acaba el mundo (sic) Le pide que encuentre un trabajo. Miguel continua solo -su padre no hace nada para que vuelva- y se encuentra con la policía. Es una pareja de gendarmes. Uno de ellos le dice que, si no hubiera hecho nada, no le habrían largado (sic) Le sugieren que vaya a ver un abogado. Como no tiene dinero, recurre a un vecino de su casa, que lo es. Este le dice, entre otras cosas, que todos los chicos y chicas que vagan solos y perdidos por las calles han sido despedidos en calidad de hijos (sic) Le propone que haga una instancia a sus padres para ver si le readmiten. Estos la aceptan, la consideran y finalmente le permiten regresar a casa. Los dos padres le dan una segunda oportunidad. Miguel se alegra mucho, pero los padres no muestran sus emociones, es más, le dicen al niño que no se ponga sentimental (sic) A la noche, Miguel no tiene claro si ha sido una trampa, un complot, un montaje, verdad o mentira (sic). Pero el niño concluye que si no fuese por el buen corazón de sus padres no se sabe dónde estaría (sic). El niño se duerme pensando en lo ocurrido y al parecer se siente feliz.

Esta lamentable historia ha motivado que un grupo de profesionales realice una profunda reflexión sobre el tipo de escuela que necesitamos para nuestros niños y niñas y ha dado como fruto el siguiente 

MANIFIESTO POR UNA ESCUELA EMPÁTICA Y RESPETUOSA

Si deseáis adheríos al manifiesto, enviad vuestro nombre y número de DNI a una de estas dos direcciones de correo:

arfa@arfacyl.org

arfacyl@coraenlared.org

lunes, 7 de febrero de 2022

"De niña tuve que aprender a quejarme", la historia de una joven llamada Luda sobre la disociación

Marga, madre de una joven adoptada, tras leer el artículo sobre el último libro de Sandra Baita, “Eso no me pasa a mí”, me ha enviado esta entrevista que el portal NIUS le ha hecho a su hija donde este relata su experiencia disociativa, en la que su mente se desconectó de su cuerpo hasta tal punto que no sentía dolor. Ella misma relata que el trauma de abandono en el orfanato de Siberia, iniciado a edad temprana y presente durante varios años, generó esta disociación permanente para sobrevivir. 

Bowlby (2014) el creador de la teoría del apego lo expresó así: «un niño de 1;3 a 2;6 años de edad, con una relación materna razonablemente segura y que no haya sido previamente apartado de ella, mostrará por lo general una secuencia predecible de comportamientos. Tal secuencia se puede dividir en tres fases, de acuerdo con la actitud que predomine con respecto a la madre. Las hemos definido como fases de protesta, desesperación y de apartamiento (desapego). Al principio solicita llorando y furioso, que vuelva su madre y parece esperar que tendrá éxito su petición. Esta es la fase de protesta, que puede persistir durante varios días. Más adelante se tranquiliza, pero para una mirada avezada resulta evidente que se halla tan preocupado como antes por la ausencia materna y que sigue anhelando que vuelva; pero sus esperanzas se han marchitado y se halla en la fase de desesperación. Con frecuencia alternan ambas fases: la esperanza se torna en desesperación, y esta en renovada esperanza. Sin embargo, finalmente tiene lugar un cambio más importante. El niño parece olvidar a su madre, de modo que cuando vuelve a buscarle se muestra curiosamente desinteresado por ella e incluso puede aparentar que no la reconoce. Esta es la tercera fase, la de desapego. En cada una de estas fases, el niño incurre fácilmente en rabietas y episodios de comportamiento destructivo que con frecuencia son de una inquietante violencia».

«Cuando no ha sido visitado —prosigue Bowlby (2014) — durante unas cuantas semanas o meses, habiendo alcanzado de este modo los primeros estadios del desapego, es posible que su ausencia de respuestas persista entre una hora y un día o más. Cuando cede por fin dicho estado, se pone de manifiesto la intensa ambivalencia de sentimientos hacia su madre […]. Sin embargo, si ha permanecido apartada [la madre] de su hijo durante un periodo de más de 6 meses o cuando las separaciones han sido repetidas, de modo que el niño haya llegado a un avanzado estadio de desapego, existe el riesgo de que siga apartado afectivamente de sus padres de un modo continuado y no recupere ya jamás el cariño por ellos».

Foto: eresmama.com


Bowlby describió estas fases en bebés que ya tenían un apego formado con sus madres, pero el caso de la joven que presentamos hoy, Luda Merino, en un orfanato desde que nació, seguramente trataría de apegarse a la figura adulta que allí estuviera, por poco tiempo que le pudiera dedicar entre tanto bebé. Al no acudir, Luda entraría en estas fases para llegar finalmente a desconectarse hasta de su propio cuerpo para no sufrir este abandono en sus carnes, para no sentir el dolor (los niños sienten el dolor emocional en el cuerpo) Afortunadamente, este riesgo del que hablaba Bowlby no ha sido su caso y ha conseguido, con los años y un entorno de apoyo y afectivo, que esta desconexión al dejar de ser útil para la supervivencia, desaparezca. 

Su historia nos entrega el realismo de la esperanza, del cual suele hablar Jorge Barudy. Los procesos de resiliencia, de asumir las cicatrices y aprender a vivir con ellas, y de generar nuevos recursos (nuevas redes neurales) son largos en el tiempo, pero puede conseguirse retomar un buen desarrollo. Y esta historia de Luda Merino que transcribo del portal NIUS nos lo demuestra. Para todos y todas los padres, madres y familias que seguís el blog, Luda Merino os insuflará esperanza y convicción de que el trabajo reparador puede dar sus frutos. 

Os dejo con la historia de Luda Merino y agradezco a Marga, su madre, que me la haya hecho llegar.

Luda Merino, la joven que conmueve con su historia sobre la disociación del dolor: “De niña tuve que aprender a quejarme”
Una entrevista de Aldara Martitegui


La historia de Luda Merino es una de esas que tocan el alma. La primera prueba de ello es que el hilo que publicó en Twitter sobre la disociación del dolor que sufrió hasta los 15 años, ha arrasado en esta red social. En pocos días, Luda ha pasado de tener 1.700 seguidores a tener casi 6.700: “Se me ha ido de las manos completamente”, comenta esta joven de 20 años en una entrevista telefónica. “Lo gracioso del hilo ese es que yo empecé a contarlo como una anécdota, no lo conté como si quisiera confesar o reconocer algo que es superpersonal…esto lo conté más como una curiosidad para mis pocos seguidores y se me fue completamente de las manos”.

Lo que cuenta Luda en ese hilo es que una de las consecuencias de haber pasado los primeros tres años de su vida en un orfanato de Siberia, le hizo desarrollar la capacidad de no sentir dolor. No hablamos de una simple inhibición emocional, no, hablamos del bloqueo completo de las sensaciones físicas. Luda no sentía absolutamente nada.

Luda recuerda que ya en Madrid, su madre adoptiva tenía que hacerle todas las noches antes del baño un chequeo completo del cuerpo por si tenía algún golpe serio.

“La disociación del dolor surgió por el orfanato en sí, por la falta de atención y no más, explica Luda, hay muchos niños que sí que sienten, pero no lloran. Digamos que la siguiente fase es ya no sentir, y ocurre cuando eso se prolonga. Primero, dejas de llorar porque ves que no te vale para nada y luego, cuando eso se mantiene mucho tiempo -que en mi caso tiene pinta de que fue así- es cuando dejas de sentir. Y yo dejé de sentir un montón de cosas, no solo el dolor; me acuerdo de que tampoco sentía frío, tampoco sentía fatiga... por ejemplo, estaba corriendo y podía estar corriendo mucho tiempo antes de cansarme”.

En su familia española se llegó a interiorizar el tema sin darle demasiada importancia: “qué fuerte es esta niña” solían decir.

Foto de Luda Merino (Foto: niusdiario.es)


Qué es la disociación del dolor

La disociación en general, explica la psiquiatra Marina Díaz Marsá, Jefa de la Unidad de TCA en el Hospital Clínico San Carlos y presidenta de la Sociedad de Psiquiatría de Madrid, “es un mecanismo que desconecta la mente de la realidad cuando nos encontramos ante situaciones límite o que sobrepasan nuestros recursos psicológicos de afrontamiento. Es como una especie de distancia de seguridad que reduce el impacto emocional, la tensión o el miedo. Este mecanismo se inicia de manera instintiva e inconsciente cuando el individuo entiende que no hay salida o que enfrentarse a eso que le ha causado tanto dolor le es muy difícil”.

La disociación del dolor es algo parecido, puntualiza: “si yo he acostumbrado a mi cerebro a que si tengo una determinada necesidad -tal como el dolor- nadie la va a cubrir, pues yo me disocio también de ese dolor físico para impedir sentir algo que es muy doloroso. Y hago como que no existe”.

Es un mecanismo muy habitual en niños como Luda que pasaron incluso varios años de su infancia en un orfanato, porque, explica Díaz Marsá, “cuando uno tiene dolor, a lo que aspira es a que alguien le palíe ese dolor y le arrope. Si nadie viene a paliar ese dolor, pues entonces, el cerebro desconecta de una situación a la que no puede enfrentarse porque no sirve de nada sentir ese dolor porque nadie va a venir en tu ayuda, con lo cual desconectas. Es verdad que es un dolor físico, pero va muy asociado al dolor emocional porque cuando alguien tiene un dolor físico, no es solo un dolor físico, también tienes una respuesta emocional a ese dolor físico. Lo que esta persona siente es que ante ese dolor físico nadie viene en su ayuda, por lo tanto, es un dolor físico pero que se asocia también a la situación emocional de abandono o de no respuesta del entorno ante esa situación en que el individuo necesita ayuda”.

La disociación nunca es un mecanismo adaptativo, es un mecanismo que el cerebro utiliza, pero es anómalo porque desconecta al individuo de su realidad (Marina Díaz Marsá, psiquiatra)

Lo que se produjo en el caso de Luda, es probablemente “una desconexión o disociación total, no solo de lo físico, sino también de lo emocional: como si no esperara que nadie pudiera ayudarla en esa situación de dolor, estrés o sufrimiento”, recalca la psiquiatra.

Es habitual pensar que esa capacidad de no sentir dolor ni emocional ni físico es un mecanismo que ayuda de alguna manera a la persona a adaptarse mejor a su entorno, en definitiva, que es algo bueno porque hace a la persona más resistente... pero Díaz Marsá insiste en que la disociación nunca es adaptativa: “Es un mecanismo neurológico que se produce de forma reactiva a una situación de no respuesta de la demanda de un individuo que sufre, pero nunca es adaptativo porque siempre va a tener consecuencias negativas (…) La disociación nunca es un mecanismo adaptativo, es un mecanismo que el cerebro utiliza, pero es anómalo porque desconecta al individuo de su realidad. Igual que es anómalo desconectarse de las emociones y transformarlas por ejemplo en alteraciones físicas que luego van a tener repercusiones, también es anómalo no sentir dolor porque uno, por ejemplo, si se cae, tiene que sentir que tiene una herida y por tanto va a mirarse y ver qué necesita”.

Foto: lamenteesmaravillosa.com


¿Cuándo remite la disociación del dolor?

A sus 20 años, Luda ya no tiene esa capacidad de disociación del dolor. Pero ¿cómo desapareció? Ella tiene su propia explicación: “Creo que eso de la disociación del dolor se desarrolló en una época del orfanato y luego, como ya no lo necesitaba, pues desapareció”.

En el caso de Luda la disociación del dolor desapareció muy poco a poco y no completamente: “Aún tengo resquicios de eso, como que aguanto muy bien el dolor o como que lo puedo minimizar un poco, pero el bloqueo como tal, ya desapareció solo. Ni yo ni nadie hizo nada para que desapareciera”.

Recuerda Luda que primero empezó a darse cuenta de que el bloqueo del dolor podía hacerlo a conciencia, de manera intencionada. Tenía 12 años, estaba en el patio del colegio y fue a dar una patada a un balón, pero su tibia se topó con la barra de una canasta: “Esa ya era la época en la que me dolía un poco primero y luego me quedaba así como mirando a la nada y bajaba el dolor. Yo no sé cómo lo hacía, pero sí que lo hacía a conciencia, porque yo quería. Me quedaba así, mirando a la nada y luego ya empezaba a caminar como si nada. Y claro, al día siguiente, tenía un bulto en la espinilla que no era medio normal. Es que tuve varias fases, al principio era que ni lo sentía y luego fue una época en la que al principio me dolía, pero yo era capaz de bloquearlo, es una época en la que lo hacía yo conscientemente, a voluntad, pero honestamente... no sé ni como lo hacía”.

También recuerda muy bien el momento en que empezó a aprender a quejarse: “Hubo una época, cuando ya estaba empezando a dolerme que -cuando no era nada que doliera mucho- no lo bloqueaba porque era absurdo y entonces me acuerdo de esa época que me pegaba el golpe y cinco segundos después me quejaba, porque estaba aprendiendo a quejarme… es algo gracioso…los niños aprenden a no quejarse, pues yo, de niña, tuve que aprender a quejarme…en estos casos no lo bloqueaba, solo lo hacía cuando me pasaba algo muy grave”.

Aun así, con el tiempo, Luda terminó por dejar de bloquear también el dolor intenso. Tendría unos 14 años cuando dejó de hacerlo completamente…y a partir de entonces, parece que todo el proceso empezó a revertir. Algo empezó a desatascarse. Aparte de dolor físico, Luda empezó a sentir cosas que no había sentido jamás.

A los 14 años llegaron sus primeras lágrimas “Recuerdo la primera vez que lloré con una peli. La típica peli de la Uno o de la Dos que iba sobre adopciones además y salió el tema… ¡que además estaba fatal tratado!, me acuerdo perfectamente. Y me acuerdo de que me puse a llorar y me sentí idiota y pensé, pero ¿qué hago yo llorando por esto?”.

Cómo desaparece la disociación del dolor

La disociación del dolor que tenía Luda empezó a revertir de manera espontánea pero lenta, cuando su contexto cambió; cuando pasó de un entorno como el del orfanato en el que nadie atendía sus demandas a un entorno más seguro en el que sí eran atendidas.

Esa es la manera en la que poco a poco suele extinguirse ese mecanismo neurológico, como explica Marina Díaz Marsá: “Cuando poco a poco estás en un medio que te sustenta, que responde a tus necesidades, que te cuida, pues poco a poco vas entendiendo que el entorno va a responder a tus necesidades, por lo tanto este mecanismo que ha utilizado tu cerebro ante la situación en la que nadie va a poder ofrecerte ayuda, pues se va bloqueando porque poco a poco eres cuidado, poco a poco vas estableciendo vínculos con las personas, poco a poco te vas sintiendo seguro. Por lo tanto, eso desparece porque el individuo, el cerebro, entiende que en ese nuevo contexto, si hay una demanda o una necesidad, va a haber unas personas que acudan ante esa situación, por lo tanto se va a ir desbloqueando con el paso del tiempo”.

Por qué es importante contar la historia de Luda

Lo que Luda pensó que iba a ser una simple anécdota contada en Twitter, ha desatado una ola de comentarios en esta red social. Su historia se he hecho viral porque ha resonado en muchas personas: “Con este hilo me están viniendo madres y padres de chavales de 16 y 17 años sobre todo, a los que saco tres años, diciéndome que a sus hijos les pasa lo mismo en el colegio o que eso mismo justo les pasaba mucho cuando eran niños”.

De hecho, esta no es la primera vez que Luda cuenta su historia públicamente. Ha participado en algunos programas de televisión en los que ha hablado sobre adopción y trauma infantil.

“Me acuerdo que una de las cosas que más me impactó, explica Luda, fue la primera vez que fui a la televisión... que luego, me contactó un tío al que no le importó que hablara a la gente sobre él...así que te digo su nombre, se llama Bruno, es muy majo. Me contó muchas cosas, entre ellas que había tenido hasta intentos de suicidio el pobre y me contó que se había puesto a llorar cuando conté el tema del dolor, porque él, literalmente, todavía lo tiene…tiene treinta y pico años y todavía lo tiene, es capaz de no sentir dolor (…) y cuando él me lo comentaba y le preguntaba, ¿a que estabas como perdido? porque te quedabas con la mirada como perdida y me decía ¡ay pues sí! ¡Es que yo también lo tuve! y sé perfectamente la sensación de cuando estás en ese estado…y me dijo que le había salvado la vida, me dijo que iba a intentar quitarse la vida por tercera vez y que no lo hizo por verme en el programa. Y yo me quedé supertocada”.

La necesidad de más referentes para niños adoptados

Luda se quedó supertocada y con el runrún de dedicar más esfuerzo y tiempo a divulgar sobre este tema: el de las dificultades y problemáticas que rodean a los niños adoptados. “Es que cuando yo era pequeña, nunca tuve un referente. Todas las personas que me hablaban eran adultas, de a lo mejor 50 años, con las que no me sentía identificada porque eran experiencias diferentes y nadie realmente me contaba eso de: oye, yo he tenido literalmente las mismas experiencias que tú (…) Pienso que ojalá a mí alguien me hubiera hablado de esto desde mi propia perspectiva. Porque que yo llegaba a casa y le decía a mi madre: mamá tú no lo entiendes. Y ella me decía: sí, sí lo entiendo. Y yo decía: no, tú te podrás compadecer, pero no entiendes lo que estoy sintiendo en este preciso momento…me pasaba mucho eso con mi madre y todo el mundo. Entonces, ahora creo que puedo estar generando la sensación en otros de que por fin a lo mejor encuentro a alguien que tiene literalmente lo mismo que yo y que cuando me dice: lo entiendo, es realmente lo entiendo, sé por lo que estás pasando y yo sentía lo mismo”.

Luda ha conseguido poner en la agenda un tema muy importante al que según ella se le presta poca atención. De hecho, insiste en que hay demasiados libros para padres adoptivos, pero poca información dirigida a esos niños que son adoptados, a que ellos mismos se comprendan y entiendan cómo les puede afectar el hecho de haber sido dados en adopción.

Luda también se queja de la falta de información y de formación de muchos profesores que, en su caso, no supieron gestionar la situación de acoso escolar que sufrió. Los profesores no sabían cómo tratar esa sensación de soledad que Luda sentía de niña en el colegio y el rechazo de sus compañeros cuando ella lo único que quería era ser aceptada: “Los profesores estaban como pedidos”, puntualiza. “De haber habido más información entre los profesores, a lo mejor me podría haber ahorrado un montón de problemas”.


REFERENCIAS


Bowlby, J. (2014). Vínculos afectivos: Formación, desarrollo y pérdida. Madrid: Morata.