martes, 18 de noviembre de 2025

"El cerebro solitario. Neurobiología y soledad no deseada en adultos y ancianos", por Rafael Benito Moraga e Icíar García Varona.

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El cerebro solitario.

Neurobiología y soledad no deseada

en adultos y ancianos 

Rafael Benito Moraga

Iciar García Varona




Os había hablado de la publicación de este libro "Apego y conexión. Soledad no deseada en la infancia y la adolescencia", pero nos faltaba este que hoy tengo el gusto de presentaros: "El cerebro solitario. Neurobiología y soledad no deseada en adultos y ancianos". Además, lo vamos a hacer de la mano de sus dos autores (Rafael Benito Moraga e Iciar García Varona), que han escrito -en exclusiva para Buenos tratos- el texto que podéis leer a continuación. Conocéis muy bien a los creadores de este libro porque han colaborado varias veces en este blog con artículos brillantes. Sus posts, excelentemente elaborados, les preceden. Este libro se trata de un proyecto literario diseñado en dos volúmenes, pero ambos tienen continuidad y siguen una línea conductora y unas bases epistemológicas comunes. 

Sin más dilación, os dejo con el texto que presenta el contenido del libro. 

Presentación

Rafael Benito Moraga

Iciar García Varona


La soledad en la etapa adulta y en edad avanzada: un problema de salud pública.

La soledad en la edad adulta no es un hecho aislado, sino un paisaje que atravesamos muchas veces sin darnos cuenta. A veces duele como un vacío emocional que nace de vínculos que no sostienen; otras, aparece como un silencio social cuando nuestra red se debilita; y en ocasiones es un fenómeno que nos excede, impulsado por formas culturales que fragmentan lo común.

En este capítulo -de Iciar García- aborda la soledad desde una mirada ecosistémica, entendiendo que no surge únicamente de experiencias individuales, sino de la interacción entre nuestras historias de apego, las redes que construimos y el contexto social en el que convivimos. La soledad emocional se teje desde las primeras experiencias relacionales: cómo aprendimos a recibir afecto, a confiar, a pedir apoyo. La soledad social emerge cuando esas huellas internas se proyectan en nuestras relaciones adultas, influyendo en la calidad de nuestras amistades, la vivencia en pareja o la integración en el ámbito laboral. Y la soledad colectiva nos recuerda que pertenecemos a una sociedad que, a veces sin quererlo, fomenta el aislamiento a través del individualismo, las desigualdades y la pérdida de comunidad.

Sin embargo, también existe una soledad que acompaña, que fortalece, que permite regresar a una base interna segura para crecer. Reconocer nuestras “mochilas relacionales”, comprender cómo se activan los sistemas de apego y afiliación y reconstruir redes desde un lugar más consciente puede transformar la soledad no deseada en espacios de encuentro —con otros y con uno mismo— más auténticos y reparadores.

La transición al nido vacío marca una de las reconfiguraciones más profundas de la adultez tardía. La salida de los hijos del hogar deja un silencio nuevo que no siempre se vive como pérdida, pero que sí exige elaborar un cambio identitario: dejar de ser el centro logístico y emocional de la vida familiar para reencontrarse con una intimidad que a veces se ha pospuesto durante años.

En esta etapa, la soledad puede aparecer como un visitante ambiguo. Para algunas personas, trae nostalgia y preguntas sobre el sentido o el rumbo vital; para otras, representa un espacio de autonomía y renacimiento personal. El impacto no depende solo del evento en sí, sino de cómo se ha construido el rol parental, la calidad de los vínculos, las expectativas culturales y el apoyo social disponible.

El capítulo -escrito por Iciar García- subraya que el nido vacío no es necesariamente un duelo, sino un proceso de reorganización emocional, relacional y de proyecto vital. Implica revisar dinámicas de pareja, reactivar redes, reconectar con intereses olvidados y aprender a habitar un hogar que cambia de ritmo y de significado.

Lejos de ser un final, esta etapa abre la posibilidad de construir nuevas formas de presencia, intimidad y autonomía, siempre que se pueda transitar la soledad —cuando aparece— como un espacio que invita a reescribir quiénes somos más allá del rol de cuidado.

"La soledad no deseada es particularmente 
perjudicial en el final de la existencia"



Por su parte, Rafael Benito plantea que los bebés vienen al mundo con un cerebro por hacer, incapaces de huir del peligro, funcionalmente ciegos a las amenazas y con grandes dificultades para comprender y hacerse entender. No van a poder sobrevivir, salvo que dispongan de dos cosas: protección durante las etapas más vulnerables de su crecimiento, y alguna guía para el desarrollo de sus redes neurales durante las tres décadas que el cerebro tarda en conformarlas. La naturaleza ha resuelto ambos problemas, procurando que los cerebros ya formados de los adultos proporcionen al mismo tiempo ambas cosas mediante la relación de apego, una conexión especial y estable entre las crías humanas y los adultos de su misma especie, que genera las interacciones que moldean el desarrollo cerebral durante la infancia y la adolescencia. 

De ahí que, desde el nacimiento, el ser humano sienta una necesidad imperiosa de conectar con sus semejantes para que la relación con ellos guíe el desarrollo de las redes neurales hasta el final de la adolescencia. Los circuitos de la recompensa están listos en el cerebro del bebé desde el final del embarazo, y se activan de modo intenso cuando perciben cualquier estímulo relacionado con la presencia de otra persona, promoviendo la búsqueda de la cercanía al otro y encendiéndose con el placer de su contacto y sus caricias. El bebé nace con una especie de adicción a las relaciones: cuando se siente acompañado disfruta; cuando se siente abandonado, su sistema nervioso experimenta un síndrome de abstinencia que se manifiesta en forma de llanto, protesta y, si no recibe consuelo, abatimiento y tristeza.

Siendo la conexión con los demás la fuente de energía que sostiene el neurodesarrollo, dirigiendo el crecimiento del cerebro, no es extraño que el deseo de cercanía y el miedo a la soledad acompañen al individuo desde su nacimiento hasta el final de sus días. Cuando los niños y adolescentes sufren malos tratos o abandono, el crecimiento de las redes neurales sigue una trayectoria anómala, con graves consecuencias para su salud a lo largo de toda la vida. La soledad altera el funcionamiento del cerebro, dañándolo progresivamente, haciéndolo envejecer prematuramente y favoreciendo la aparición de deterioro cognitivo y demencia. La falta de relaciones genera además un círculo vicioso letal porque afecta a las áreas del cerebro que deberían facilitar la conexión con los demás; de este modo, a más soledad, más probabilidades de quedarse solo. 

Los problemas derivados de la falta de relaciones no sólo afectan al estado psíquico; cualquier perjuicio causado al cerebro daña inevitablemente la salud física. El sistema nervioso aparece en la evolución de los seres vivos cuando éstos tienen órganos complejos y sistemas especializados que requieren coordinarse para asegurar la supervivencia. Las redes neurales lo consiguen, integrando el funcionamiento de los sistemas corporales y regulando su actividad con arreglo a las circunstancias ambientales; de ahí que la afectación del sistema nervioso por la soledad no deseada acabe ocasionando o empeorando problemas médicos como diabetes, enfermedades cardiovasculares y una predisposición a las infecciones; con un aumento notable de la mortalidad y un acortamiento de la esperanza de vida.

Si la soledad es perjudicial en cualquier momento de la vida, lo es especialmente en la fase final de la existencia, una etapa en la que es especialmente frecuente estar solo. El impacto negativo de la carencia de relaciones en diversos indicadores de salud física y mental es muy intenso en los ancianos y las evidencias de todo ello son muy sólidas.

En este volumen, el lector encontrará un capítulo dedicado a la neurobiología de la conexión social -escrito por Rafael Benito-, en el que se analizan los dispositivos cerebrales que guían la relación con nuestros semejantes; más otra sección centrada en la incidencia y las repercusiones de la soledad en la vejez. 

No es especulación, es ciencia: la soledad es un problema de salud pública que nos concierne a todos y debería movilizar más recursos sociales.

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